
Centralismo, Federalismo y Confederalismo
No cabe duda de que la cuestión de los federalismos, los unitarismos y los nacionalismos es un tema complejo y enrevesado a más no poder. Por ello es necesario algún tipo de clarificación (y de clasificación) para poder hablar con un mínimo de rigor y desapasionamiento. Por desgracia, todo este asunto tiene enormes implicaciones emocionales que a menudo no hacen sino empantanar el debate, y que convierten lo que debería ser una discusión científica en una lucha de descalificaciones mutuas más motivadas por ideologías y sentimientos viscerales que por una sindéresis racional. Veamos, por tanto, qué significan exactamente cada uno de los términos empleados en la polémica.
En primer lugar, es necesario dejar bien claro que un Estado «Unitario» no es lo mismo que un estado «Centralista». Un Estado Unitario puede ser Globalmente Centralista o Centralizado (Simétrica o Asimétricamente), «Integral» o Parcialmente Descentralizado, Globalmente Descentralizado, o bien Federal de facto (de hecho, que no en teoría). Lo cierto es que la distinción dicotómica entre «centralismo» y «federalismo» es excesivamente simplista, y en realidad es una cuestión de grados (de hecho, la Constitución de Australia define su modelo de Estado como «federalismo centralista»).
El Estado Unitario es el Estado que se consolida en la parte más occidental del continente europeo a partir de y frente a la Monarquía Absoluta, sobre todo con las revoluciones liberales del siglo XIX. Es una forma política que nace a través de un proceso de concentración y unificación de los poderes intermedios, subordinados y dependientes característicos del Antiguo Régimen. El Estado moderno, en sus orígenes, es un Estado unificador de los distintos poderes más o menos independientes que existían en el Antiguo Régimen. Su imposición practica implica un triple proceso de unificación:
–1. Unificación del poder: supresión de todos los poderes políticos de naturaleza privada que se extendían por toda la superficie del Reino.
–2. Unificación de la población: supresión de todas las diferencias jurídicas que marcaban a los individuos desde su nacimiento (según su clase social y su adscripción geográfico-territorial), y equiparación de todos en la categoría de «ciudadano».
–3. Unificación del territorio: supresión de todas las divisiones y aduanas internas, que impedían la afirmación del poder como un poder único y que hacían que los individuos no fueran titulares de derechos en condiciones de igualdad y de manera uniforme en todo el territorio del Estado.
El Estado Federal se impone en la práctica a través de la unión de diversas unidades pre-estatales, y una vez que se ha impuesto se inicia la teorización sobre el mismo y se le da el nombre de Estado Federal. Estado Federal es un concepto muchos menos preciso que el concepto de Estado Unitario. El Estado Federal se puede definir mediante una serie de elementos estructurales comunes:
-1. Un Estado Federal es un Estado articulado en unidades territoriales políticamente diferenciadas, consideradas a su vez como Estados dentro del Estado Federal.
-2. Estas Unidades –Estados Miembros dentro del Estado– poseen una autonomía y un nivel de autogobierno considerables. Ello hace que existan dos o más órdenes de gobierno (el Autonómico y el de la Federación) actuando directamente sobre los ciudadanos.
-3. Dichas unidades participan en la formación de la «voluntad común» de la Federación a través de una Segunda Cámara del Parlamento Federal. Los distintos intereses y puntos de vista regionales estarían representados por igual en las instituciones federales, a través precisamente de la Segunda Cámara Federal compuesta por representantes de los electorados, legislaturas o gobiernos regionales. Generalmente es la Cámara de Senadores o Senado, institución típicamente federal.
-4. Todos estos elementos están garantizados en una Constitución Federal, una Constitución Suprema como expresión escrita de la soberanía popular, que crea dos tipos de ordenes jurídicos: el de la Federación y el de los Estados Miembros. El primero es aplicable a la totalidad del territorio, y el segundo es válido en el espacio territorial de cada uno de los Estados. Esta norma, para su reforma o modificación, requiere la aprobación –generalmente por mayoría cualificada– de la cámara legislativa federal y de la mayor parte de las cámaras legislativas de los Estados Miembros. Asimismo, junto a la Constitución Federal, cada Estado Miembro tendrá su propia Constitución, la cual en ningún momento podrá vulnerar ningún principio establecido en la Constitución Federal.
-5. Existe un mecanismo organizado de solución de conflictos, en particular mediante decisión judicial de los conflictos federales. La Corte o Tribunal Supremo es el árbitro que soluciona los conflictos entre Estados Miembros, y que rige la interpretación o aplicación válida de la Constitución Federal.
-6. Existen procesos e instituciones para facilitar la colaboración intergubernamental (entre los distintos Estados o entre éstos y la Federación), en aquellas áreas donde se comparten o superponen las responsabilidades de los diferentes órdenes de gobierno.
El Estado Federal es un Estado que nace históricamente como resultado de la influencia de un Estado unitario sobre formas políticas preestatales, a las que obliga a reorganizarse profundamente y a convertirse en Estados para poder competir con él. Sin embargo, el Estado Federal comparte con el Estado Unitario gran parte de sus elementos esenciales, como son la unificación del poder, del territorio y de la población. De hecho, el objetivo del Estado Federal es igualmente conseguir, reforzar y mantener la unidad estatal, por lo que el Estado Federal no deja de ser también una forma de Estado Unitario. Por lo tanto, la diferencia fundamental entre el Estadio Unitario y el Estado Federal no está en su organización política y administrativa (que a menudo son muy semejantes), sino en su origen histórico. Los Estados Unitarios surgieron de Monarquías Absolutas, transformando radicalmente la estructura política de éstas pero conservando sus límites territoriales. Los Estados Federales surgieron de comunidades pre-estatales generalmente integradas dentro de Imperios, comunidades que tras la disolución o la pérdida de poder de estos Imperios adquirieron la independencia o al menos cierta capacidad de decisión autónoma (aunque sólo fuese en la teoría), y a continuación se unieron a otras comunidades pre-estatales para formar un Estado moderno, siguiendo en gran medida la misma línea de actuación de los Estados Unitarios, por influencia y presión de éstos. La unión política de las comunidades pre-estatales para formar un Estado Federal fue progresiva y tuvo diversas fases de transición. Las Confederaciones de Estados que desembocaron en Estados Federales fueron inequívocamente la principal fase de transición, surgidas como consecuencia del enfrentamiento con un Estado Unitario, y se dieron entre comunidades (ya convertidas en estatales) con formas políticas emparentadas entre sí y asentadas sobre territorios limítrofes con conexiones históricas (por ejemplo, por haber pertenecido a un mismo Imperio o a una misma Casa Real).
En cuanto a los Estados Unitarios, en ocasiones tienen un único nivel de gobierno nacional centralizado. En teoría, el Estado Unitario reserva al poder central todas las capacidades y rechaza cualquier veleidad descentralizadora. Pero esto es sólo en la teoría, porque diversos Estados Unitarios contemporáneos han asumido una progresiva descentralización, unas veces por la vía de la creciente complejidad de sus funciones administrativas, otras veces como resultado de una decisión política «de arriba abajo» que ha dado lugar a genuinas estructuras de autogobierno, aun siendo delegadas y dependientes del Gobierno Central. Por tanto, los Estados Unitarios también pueden contar con una o más regiones que se autogobiernen, es decir, pueden ser Estados Unitarios Descentralizados (parcialmente, como en la II República Española, o globalmente, como en el Estado Español actual). El criterio más común entiende que el Estado de las Autonomías perfilado en la Constitución Española de 1978 se ajusta en plenitud a esta realidad novedosa y se halla a mitad de camino entre los Estados unitarios clásicos y los federales, e incluso más cerca de los segundos que de los primeros («Estado Unitario Descentralizado en un sentido Federalizante»).
A menudo se entiende que la diferencia entre una Federación y un Estado Unitario Descentralizado es que en éste la autonomía de las regiones con autogobierno tan sólo es tolerada o permitida por el Gobierno Central, que puede revertirla unilateralmente. Mientras que una Federación suele surgir por acuerdo de Pre-Estados o Estados formalmente independientes, en un Estado Unitario las regiones de autogobierno se suelen crear mediante procesos de des-centralización, donde un Estado previamente Centralista concede autonomía a regiones que anteriormente habían sido totalmente subordinadas. Así, las Federaciones suelen constituirse de forma más o menos voluntaria «de abajo arriba», mientras que la des-centralización transfiere el autogobierno a las regiones «de arriba abajo».
La filosofía de un Estado Unitario suele sostener que, al margen de la condición de cualquiera de sus partes integrantes, todo su territorio constituye una única entidad de Soberanía o Estado-nación y que, en virtud de este hecho, el Gobierno Central ejerce dicha soberanía por derecho. Por otra parte, en una Federación, a menudo se considera que la Soberanía reside teóricamente en todos y cada uno de sus Estados integrantes, o es compartida entre éstos y la Federación, si bien también se considera que dichos Estados han cedido voluntariamente su soberanía al Estado Federal. En cualquier caso, la distinción entre Federación y Estado Unitario a menudo es muy ambigua, y en bastantes ocasiones inexistente en la práctica. Un Estado Unitario puede tener una apariencia cercana a la de una Federación en su estructura y, aunque un Gobierno Central tuviera la facultad teórica de revocar la autonomía de una región de autogobierno, llevar esa prerrogativa a la práctica podría ser de una extremada dificultad política. Las regiones de autogobierno de algunos Estados Unitarios a menudo disfrutan de una mayor autonomía que los Estados de algunas Federaciones. Por estas razones, se considera que algunos Estados Unitarios modernos son Federaciones de facto, Estados materialmente federales, ya que no formalmente federales.
España puede considerarse también como un posible Estado Federal de facto, ya que concede más autogobierno a sus Comunidades Autónomas de lo que muchas Federaciones permiten a sus Estados integrantes. La revocación unilateral de la Autonomía de regiones como Cataluña o el País Vasco por parte del Parlamento Español, o de Gales o Escocia por el Reino Unido, políticamente son imposibles en la práctica. Una Federación de facto también se ha desarrollado en la República Popular China, sin legislación formal. Esto ha tenido lugar a medida que transferencias de poder a las provincias, en gran medida informales, para gestionar asuntos económicos y para llevar a cabo las políticas nacionales, han generado un sistema que algunos han llamado «federalismo de facto con características chinas».
La teoría más común afirma que en un Estado Federal, que es un Estado en el sentido pleno de la palabra (tanto como lo pueda ser el Estado Unitario más centralizado), se distingue entre el ámbito del Poder Central y el correspondiente a las diferentes Entidades Federadas, que comúnmente disponen de capacidades de autogobierno mayores que las imaginables en los Estados Unitarios Descentralizados. Además, también según la teoría, en un Estado Federal deben hacerse valer algunos requisitos que no tendrían carta de naturaleza en los Estados Unitarios. Entre esos requisitos se cuentan la existencia de una Cámara de Representación Territorial, el desarrollo de mecanismos que permiten que las Entidades Federadas participen en la configuración de la «voluntad común», o la posibilidad de que esas Entidades modifiquen por su cuenta sus Constituciones, siempre y cuando no vulneren lo establecido en la Constitución Federal. Pero una vez más todo esto se queda en el ámbito de la teoría, ya que, por una parte, hay numerosos ejemplos de Estados Federales que no satisfacen del todo los anteriores requisitos; por otra parte, es innegable que muchos Estados Federales no tienen un grado de descentralización mayor que el que se manifiesta en algunos Estados Unitarios Descentralizados, los cuales cumplen además muchos de los requisitos antes mencionados para poder hablar de un Estado Federal (cuentan con una cámara de representación territorial, p.ej.). Sea como fuere, ejemplos de Estados Federales son el de Alemania, el de EEUU o el de Yugoslavia, que murió en 1991.
En cuanto a la Confederación, históricamente fue sobre todo una fase de transición desde las comunidades pre-estatales (que adquirían su independencia o al menos cierta autonomía tras la disolución o la pérdida de poder de un Imperio) al Estado Federal. No obstante, el concepto de «Confederación» también puede utilizarse en un sentido algo diferente al concepto histórico. Al contrario que los conceptos de «Estado Unitario» y de «Federación», el concepto de «Confederación» no remite a una forma de vertebración interna de un Estado. La teoría más común reserva el término de «Confederación» para referirse a un pacto que, en virtud de un acuerdo internacional, y con intención de prolongarse en el tiempo, suscriben Estados plenamente independientes y soberanos que, sin perder tal condición, deciden poner en común algunos elementos –las necesidades militares han estado en el origen de muchas confederaciones– de sus políticas. Conforme a esta definición, parece claro que no es correcto hablar de Estado Confederal, sino de Confederación de Estados. Un ejemplo de confederación fue la Comunidad de Estados Independientes, la CEI, cuyas doce partes integrantes eran Estados soberanos que, sin renunciar a su condición de tales, optaron por establecer, aparentemente, determinados elementos de política común. Las Confederaciones de Estados pueden formarse con la intención de durar permanentemente, pero a menudo son formas transitorias y temporales, como ocurrió con la CEI, que no tardó en disolverse como un azucarillo.
No obstante, algunos proponen también un concepto de «Confederación» que no se limitaría a ser un mero pacto o acuerdo contingente entre Estados soberanos e independientes, sino que supondría también una cierta forma de vertebración del Estado. En este sentido se sitúan las propuestas del «Estado Confederal», que sería distinto tanto del Estado Unitario como del Federal. Según esta propuesta teórica (de la que no existe todavía ningún ejemplo práctico), el «Estado Confederal» poseería una estructura semejante a la de un Estado Federal, pero con un gobierno central más disminuido. De todas maneras, los ejemplos de Confederaciones realmente existentes no han constituido en ningún caso Estados cuasi-federales, sino que han sido simplemente agrupaciones de Estados que, mientras en ciertos aspectos muy puntuales compartían soberanía temporalmente, eran considerados totalmente soberanos y mantenían el derecho a separarse unilateralmente. Una Confederación es en ocasiones una alianza mínima, pero en otros casos la distinción entre una Federación y una Confederación es muy ambigua. Por ejemplo, Suiza es formalmente la «Confederación Helvética», pero su estructura es idéntica a la de muchos Estados Federales.
Vemos, pues, que todos estos conceptos –«Estado Unitario», «Estado Federal», «Confederación», etc…– distan mucho de ser claros y distintos, y en cambio son sumamente confusos y nebulosos. Únicamente en la abstracción y en la teoría pura parecen claros, pero en la práctica no existen a menudo demasiadas diferencias entre ellos. Podemos decir que sus diferencias son básicamente formales y jurídicas, salvo en el caso de las Confederaciones. Tanto los Estados (formalmente) Unitarios como los Estados (formalmente) Federales serían Estados materialmente Unitarios. E incluso la propuesta del «Estado Confederal» sería también la de un Estado formalmente cuasi-federal y materialmente unitario o cuasi-unitario. La diferencia fundamental estaría en su origen histórico.
España como Estado-Nación
Hemos dicho que el Estado Federal surgió históricamente de la unión de varias comunidades pre-estatales, antes que de la unión de varios Estados. En el caso de los EEUU, inicialmente las colonias americanas no eran Estados, sino sencillamente una serie de territorios de ultramar pertenecientes al Imperio Británico. Fue precisamente la lucha contra el Imperio Británico la que conformó a las colonias americanas como entidades políticas pre-estatales, que incluso bajo la dominación británica contaron con gobiernos y formas institucionales (p.ej, asambleas cuasi-parlamentarias, medios de comunicación, tribunales populares, efectivos militares, etc.) clandestinos. Fue tras la independencia cuando estas comunidades pre-estatales adquirieron la condición de Estados, y de ahí pasaron inmediatamente a la Confederación y a la Federación, dando lugar a un Estado Federal que cada vez más siguió un proceso de centralización política y administrativa, el cual limitó paulatinamente las competencias de cada uno de los Estados integrantes (los cuales, al ceder su soberanía, dejaron de ser «Estados» salvo en un sentido formal y metonímico).
En Alemania existía un rosario de pequeñas entidades políticas pre-estatales, de pequeños principados que eran las fincas privadas de príncipes y de miembros de la alta nobleza, y que a menudo sólo tenían una «independencia» meramente nominal o formal, ya que estaban subordinados a Prusia, a Francia, a Dinamarca o al Imperio Austro-Húngaro.
Por otro lado, también hemos dicho que en los Estados Unitarios –surgidos en los países antes gobernados por Monarquías Absolutas–, se ha producido en ocasiones un fenómeno inverso al que tuvo lugar en los Estados Federales. Mientras que muchos Estados Federales llevaron a cabo un progresivo proceso de centralización política y administrativa, aumentando las competencias del gobierno central (federal) a costa de las competencias de los Estados federados, algunos Estados Unitarios Centralizados llevaron a cabo un continuo proceso de descentralización, dotando a sus regiones de diversos niveles de autonomía y autogobierno, y transfiriendo paulatinamente competencias del gobierno central a dichas regiones, incluso en un sentido federalizante: es decir, aunque en tales Estados la Constitución y la normativa jurídica siguieran siendo unitaristas, en la práctica las regiones llegaron a disfrutar de unos niveles de autonomía incluso superiores a los de los Estados integrantes de Federaciones. Como resultado, las diferencias entre no pocos Estados Unitarios y muchos Estados Federales llegaron a ser básicamente formales, jurídicas: en los Estados Unitarios se concebía que el único depositario de la soberanía era el gobierno central (en cuanto representante del pueblo constituido en «nación»), y que éste podía revocar unilateralmente la autonomía de las regiones (aunque en la práctica esto llegó a hacerse imposible, al requerir mayorías cualificadas del parlamento central y de los parlamentos regionales); en cambio, en los Estados Federales se concebía que la soberanía recaía teóricamente en cada uno de los Estados miembros (o en sus gobiernos en cuanto representantes de sus respectivas poblaciones), o bien que era compartida entre estos Estados y el gobierno central (federal), si bien también se consideraba que los Estados miembros habían cedido su soberanía al Estado Federal (con lo que habían dejado de ser auténticos «Estados» para convertirse en Autonomías dentro de un Estado Unitario).
En el caso de España, muchos señalan que la constitución de un Estado Federal sería imposible por el hecho de que, históricamente –esto es, en el siglo XIX, época de la formación de los modernos Estados-Nación–, el Estado-Nación español no se formó por la unión de comunidades pre-estatales o estatales políticamente independientes o al menos con cierta autonomía, sino que, igual que en Francia, surgió en un país unitario que había sido gobernado y organizado políticamente por una Monarquía Absoluta, los Borbones, quienes habían llevado a cabo (o lo habían intentado, al menos) la centralización política y administrativa del país. Lo que ocurre es que la Monarquía Absoluta Francesa se apoyó en buena medida en una burguesía cada vez más boyante, lo que le permitió llevar a cabo progresivamente la unificación de los mercados del interior de Francia, mejorar las comunicaciones y las infraestructuras, y sentar las bases para el ulterior despegue del capitalismo industrial productivo. Cuando, a finales del siglo XVIII, las fuerzas productivas del capitalismo industrial ya estaban suficientemente desarrolladas en Francia, y la burguesía ya había alcanzado una situación de prosperidad económica y una fuerza social considerable, dicha burguesía derrocó a la misma Monarquía Absoluta que había permitido su auge y crecimiento, ya que no necesitaba entonces de dicha Monarquía e incluso ésta constituía un estorbo para el ulterior desarrollo de las fuerzas productivas y para la consolidación del poder político burgués.
Sin embargo, en España la situación fue muy distinta. En España –que en el siglo XVIII era la finca privada de los Borbones y no una «nación» (igual que Francia era otra finca privada de los Borbones y tampoco era una «nación»)– la burguesía era sumamente débil y poco numerosa, debido a que desde la época de Carlos V la Monarquía y la nobleza terrateniente habían aplastado y obstaculizado continuamente todos los intentos de despegue y desarrollo de la burguesía. En consecuencia, la Monarquía Absoluta española no pudo apoyarse en la burguesía para llevar a cabo el proceso de centralización económica, política y administrativa, con la consecuencia de que no pudo lograr la unificación de los mercados internos, ni la creación de comunicaciones e infraestructuras suficientes, ni tampoco sentar las bases para el desarrollo industrial ni para la concentración del capital industrial, al contrario que en Francia.
Por eso, cuando la débil burguesía liberal y afrancesada proclamó la Constitución en las Cortes de Cádiz de 1812 (una Constitución bastante poco liberal, a causa de la debilidad de la burguesía y del enorme poder de la nobleza terrateniente y de su rama burocrática principal, la Iglesia Católica), no existían apenas condiciones materiales objetivas para llevar adelante la creación de un Estado-Nación al estilo de Francia. Por eso el Estado-Nación español fue sumamente precario, inacabado, parcial y limitado: la nobleza terrateniente y la Iglesia seguían siendo poderosísimas, no podía existir una separación real entre Estado e Iglesia, la burguesía era sumamente débil, no había una unificación de los mercados interiores, no existía un desarrollo suficiente de las comunicaciones, apenas había emergido el desarrollo capitalista industrial y, en consecuencia, tampoco había concentración del capital ni centralización económica, y las relaciones de producción seguían siendo básicamente feudales o semi-feudales. La fuerte desconcentración del capital y la falta de centralización económica, unidas a la desunión de los mercados, motivó que, cuando España se incorporó –tardíamente y de forma subdesarrollada– al tren del capitalismo industrial con los gobiernos «liberales» de Isabel II, las regiones con una mayor concentración de burguesía mercantil y manufacturera –Cataluña y el País Vasco– experimentaran un despegue económico e industrial superior al de las restantes regiones, aunque inferior –debido a las lacras históricas– al de los Estados-Nación europeos. Cuando la burguesía financiero-industrial catalana y la burguesía industrial vasca –las más potentes de España– exigieron al gobierno central una mayor cuota de participación y de poder político, así como medidas económicas de carácter proteccionista, el gobierno central de la nobleza terrateniente rechazó con suma torpeza dichas exigencias, lo que originó el surgimiento de los movimientos nacionalistas y regionalistas vasco y catalán. Dentro del nacionalismo vasco surgió –paradójicamente– un sector vinculado a la pequeña y mediana burguesía agraria, que pretendía recuperar los valores tradicionalistas del Antiguo Régimen y que se identificaba con el carlismo (el sector de Sabino Arana). En cambio, el nacionalismo catalán y el nacionalismo vasco moderado se presentaron como movimientos modernizadores, laicos y en sintonía con la burguesía liberal europea. Todo ello, junto con el predominio de la aristocracia terrateniente y el subdesarrollo industrial –ahora bajo la neocolonización de potencias extranjeras, como Francia, Alemania y el Reino Unido– no hizo más que agravar el problema nacional de España y obstaculizar gravemente el proceso de creación del Estado-Nación español.
En el siglo XX, la II República Española permite albergar la esperanza del definitivo despegue de la pequeña y mediana burguesía agraria e industrial, del desarrollo industrial y económico de país sin la neocolonización de las potencias extranjeras, del retroceso del poder de la aristocracia terrateniente y caciquil, de la separación de la Iglesia y el Estado, de la unificación de mercados internos y de la concentración del capital, de la consolidación de un nacionalismo español liberal, laico y modernizador e incluso de un nacionalismo democrático-revolucionario en la línea jacobina no liberal (los cuales no podían dejar de aliarse, en virtud de sus intereses y aspiraciones compartidos, con el nacionalismo catalán y con el nacionalismo vasco moderado) y, en definitiva, de la consolidación y afianzamiento del proceso de construcción –todavía hoy inacabado– del Estado-Nación español. Sin embargo, la oposición y obstaculización de la aristocracia terrateniente y de la Iglesia es continua y feroz desde el primer día de la instauración de la II República, lo que provoca la lentitud e incluso la paralización de las reformas emprendidas por la pequeña y mediana burguesía del gobierno republicano, y al mismo tiempo desata la impaciencia y la radicalización progresiva del proletariado campesino e industrial. Al final, la nobleza terrateniente y el clero promueven y apoyan el golpe de Estado fascista de 1936 contra el gobierno liberal-jacobino de la República, con lo que las fuerzas reaccionarias impiden así la consolidación del proceso de creación del Estado-Nación español, curiosamente en nombre de la «nación española», según un concepto de «nación» que no es el de las revoluciones liberales burguesas del siglo XIX, sino que identifica a la «nación» con la Religión Católica, el clericalismo, la etnia, la «raza» y los valores feudales del Antiguo Régimen.
En su última etapa, gracias a la esclavización del proletariado, la dictadura franquista consigue llevar a cabo la acumulación de capital necesaria para un tímido despegue industrial (vendido con gran alharaca por el régimen como la conversión de España en «la décima potencia industrial del mundo», una de las mentiras más cacareadas por el nacional-catolicismo español), y, sobre todo, en un país de turismo, de servicios y de grandes pelotazos urbanísticos. El régimen, en contra de otro de los mitos más difundidos, no sólo no creó un amplio sector de clases medias, sino que aplastó a la pequeña y mediana burguesía agraria e industrial, y únicamente benefició a la gran burguesía financiero-industrial (al servicio del capital foráneo) y a un puñado de grandes familias dedicadas al capitalismo especulador, parasitario e improductivo. Por otro lado, la clase trabajadora española no llegó a disfrutar ni de lejos de los salarios, el nivel de vida y las prestaciones sociales de los trabajadores de los restantes países europeos. Asimismo, el régimen franquista se caracterizó por un férreo centralismo político y administrativo, pero al mismo tiempo por una total descentralización económica, de tal manera que las regiones anteriormente desarrolladas (Cataluña y el País Vasco, singularmente) se desarrollaron económicamente todavía más, y en cambio las regiones más atrasadas del Centro y Sur de España siguieron hundidas en el subdesarrollo. Así, Andalucía y Extremadura continuaron siendo regiones con grandes latifundios improductivos y dominadas por relaciones de producción semi-feudales, bajo el poder cuasi omnímodo de la oligarquía terrateniente. La reforma agraria que la II República no pudo llevar a cabo sigue siendo hoy en día una cuestión pendiente.
Como consecuencia de todo ello, al final del régimen franquista el Estado-Nación español no sólo no se había consolidado, sino que había salido gravísimamente debilitado, ya que el franquismo no hizo más que obstaculizar el proceso de construcción del Estado-Nación español, a lo que contribuyó decisivamente la ausencia de separación entre el Estado y la Iglesia, gran enemiga histórica del Estado-Nación. Por si fuera poco, la dictadura franquista desprestigió casi por completo los propios conceptos de «Estado-nación español», de «España» y de «nacionalismo español», al hacer que en amplios sectores de la población tales conceptos se identificaran esencialmente con la dictadura sanguinaria, la represión masiva, los crímenes de Estado, la tortura, el exilio, la miseria moral, el atraso, el subdesarrollo, el militarismo, el clericalismo, el fascismo, el feudalismo, el Antiguo Régimen, etc…, es decir, con el nacional-catolicismo.
Durante la Transición, los mismos poderes económicos y políticos del franquismo continuaron detentando el poder, apoyándose en el Ejército y en la Monarquía como garantes del orden, y siguieron perpetuando la situación atrasada y latifundista del Sur español, la descentralización económica y el desarrollo industrial diferencial –con una diferencia de rentas cada vez mayor entre el Sur y el Norte de España–, los servicios y prestaciones sociales raquíticos y tercermundistas, y muchas de las instituciones políticas y de los valores del nacional-catolicismo. Al mismo tiempo, los poderes fácticos llevaron a cabo una descentralización asimétrica y diferencial, lo que ha dado lugar a una competición constante entre las Autonomías por el traspaso de competencias y por los recursos económicos del Estado, y ha producido situaciones de insolidaridad y desigualdad territorial. Asimismo, el Estado Autonómico ha reproducido la organización política de los antiguos Reinos Medievales, lo cual se manifiesta fundamentalmente en la relación de vasallaje de los presidentes autonómicos (los virreyes actuales) con la Monarquía (la cual se presenta como garante de la Unidad del Estado, igual que en el Antiguo Régimen), y en la pervivencia de fueros o privilegios territoriales. De este modo, la actual estructura autonómica –bajo la forma monárquica del Estado– sigue obstaculizando y paralizando el proceso de construcción todavía inacabado del Estado-Nación español, y agravando cada vez más el problema nacional.
Parece entonces que la única forma de terminar la construcción del Estado-Nación español es instaurando la República, llevando a cabo una amplia reforma agraria, desarrollando más la infraestructura económica del Estado, acabando con el desigual desarrollo económico entre el Norte y el Sur, terminando con los privilegios territoriales, democratizando las instituciones, poniendo freno al poder de las multinacionales y transnacionales, creando un Estado laico que limite el poder y la influencia de la Iglesia Católica, aumentando y reforzando el Estado del Bienestar, reformando profundamente el sistema educativo de tal manera que fomente la enseñanza de valores cívicos republicanos y contrarreste activamente las ideas reaccionarias del nacional-catolicismo español y en general de todo nacionalismo excluyente, estableciendo un modelo político multicultural y plurilingüístico para todo el territorio estatal e implantando una ética ciudadana de la negociación y del pacto (lo que podría denominarse «federalismo ético-cívico», distinto del federalismo político), etc., etc…
A mi juicio, esto es lo más importante. Que la forma de la República sea federal o unitaria (centralizada o descentralizada) es una cuestión secundaria en comparación, aunque muchos la vean como el tema fundamental. Con independencia de que estemos o no de acuerdo con la solución federal, lo cierto es que las objeciones que asumen la imposibilidad de aplicar esta solución son básicamente teóricas, formales y jurídicas. Y ello hay que reconocerlo con independencia de que apoyemos o no el modelo federal.
Una objeción contra la posibilidad de aplicar el modelo federal es la histórica: en el pasado, según esta postura, los Estados Federales se formaron por la unión de Estados previamente independientes; por tanto, los Estados Federales servirían para unir y no para separar. En realidad, los Estados Federales se formaron por la unión de comunidades pre-estatales anteriormente integradas en Imperios, comunidades que en muchos casos no llegaron a disfrutar de una auténtica independencia. Por otro lado, muchos Estados unitarios centralistas iniciaron procesos de descentralización progresiva en un sentido federalizante, e incluso algunos de ellos serían Estados Federales de facto. Por lo tanto, su conversión en Estados Federales formales exigiría poco más que una conversión nominal y algunas reformas constitucionales, si exceptuamos, claro está, el reconocimiento del «derecho de autodeterminación» como condición previa para que cada Estado decida mediante referéndum entre su población si cede o no su soberanía al Estado Federal. Si los nuevos Estados deciden libremente ceder su soberanía al Estado Federal, el funcionamiento de éste no será muy diferente al de un Estado Unitario Descentralizado típico, con la salvedad de que el llamado «federalismo solidario» pretendería evitar las situaciones de discriminación o de desigualdad interterritoriales: p.ej., en España los Estatutos de Autonomía serían sustituidos por Constituciones que especificasen claramente las competencias de cada Unidad Federada o Estado (sin vulnerar en ningún caso los principios y normativas de la Constitución Federal), y que sólo se modificaran mediante la aprobación por mayoría cualificada de las cámaras legislativas de los restantes Estados y del Estado Federal, intentando con ello evitar situaciones de privilegio y de insolidaridad interterritoriales (que ello se pudiera conseguir realmente y de manera plena en un sistema federal, sin introducir una centralización progresiva, es otra cuestión).
Otra objeción contra la posibilidad misma de la opción federal sostiene que en un Estado formalmente Unitario la soberanía corresponde a la totalidad del pueblo constituido en «nación», y que quien ejerce dicha soberanía es necesariamente el gobierno central o el parlamento nacional en representación del pueblo. Por lo tanto, una región del Estado Unitario no puede convertirse ella misma en un Estado, por la simple razón de que la soberanía sobre el territorio de dicha región –como parte del Estado Unitario– no corresponde en exclusiva a la población que lo habita sino a la población de todo el Estado Unitario, población que ejerce delegadamente su soberanía a través del gobierno central. Por ejemplo, en el caso de España, la soberanía sobre el territorio catalán correspondería a todo el «pueblo español» en su conjunto, de tal manera que en ningún caso podría crearse un Estado Catalán en el que la soberanía territorial correspondiera al «pueblo catalán», por el hecho de que en España no hay ni puede haber soberanías territoriales o regionales, sino una única «soberanía nacional» de todo el «pueblo español» en conjunto sobre todos y cada uno de sus territorios. Ésta es una objeción puramente formal y basada en una ficción jurídica, pero no supone un obstáculo material para la instauración de una República Federal, por cuanto sólo requeriría crear otra ficción jurídica: la de la «soberanía territorial» de una parte de la población sobre su respectivo territorio, reconociéndola como «soberanía nacional» del nuevo Estado (también la creación de «Estados Soberanos» a partir de comunidades pre-estatales en el siglo XIX fue una ficción jurídica). Lo anterior llevaría necesariamente a incluir otra ficción jurídica: el «derecho de autodeterminación», debiendo entonces someterse a referéndum entre la población de dicho Estado la adhesión o no al Estado Federal, es decir, la cesión o no de la soberanía de dicho Estado a la Federación. Si el referéndum es positivo, entonces la Constitución Federal y la Constitución del Estado Federado recogerán la cesión voluntaria de dicha soberanía nacional al gobierno central de la Federación, con lo que estaríamos de nuevo en la práctica en la situación de partida (la de un Estado Unitario Descentralizado) y habríamos permitido, a través de una serie de ficciones jurídicas, la creación de un Estado (que sólo lo sería formalmente, ya que en la práctica funcionaría como una Autonomía) dentro del Estado.
El Modelo Democrático-Revolucionario Jacobino
Al contrario de lo que sostiene una interpretación bastante habitual, el centralismo no tiene por qué implicar el gobierno de una elite sobre el conjunto de la población. Al contrario, probablemente el centralismo es el modelo de Estado que mejor permitiría poner en práctica la oclocracia populista (el gobierno de las masas), la democracia participativa y la redistribución equitativa de la riqueza. Por otra parte, el centralismo no es en absoluto incompatible con el aumento de la participación política ciudadana a través de la potenciación de las asambleas municipales. Fueron los jacobinos del gobierno revolucionario de Robespierre los que primero pusieron en práctica estas medidas de democracia radical, aún no superadas.
Por otro lado, el federalismo no parece en principio casar muy bien con la solidaridad e igualdad interterritoriales, aunque la propuesta política de «federalismo solidario» merece ser sopesada con atención, aunque se discrepe de ella sobre todo por el hecho de que el federalismo ha sido siempre un modelo estatal transitorio y provisional, y de que el progreso de la historia avanza en el sentido de la progresiva centralización y creación de Estados cada vez más amplios y cohesionados hasta desembocar en entidades supranacionales. Por otro lado, el llamado «derecho de autodeterminación» sólo sería aplicable en principio a las colonias, y no hay ninguna razón indiscutible para ponerlo en práctica en el contexto del actual Estado Español. De hecho, la aplicación de tal supuesto «derecho» probablemente daría lugar a la ruptura de la Caja Única de la Seguridad Social y probablemente no ayudaría a la necesaria cohesión y unidad de la clase obrera, sino más bien lo contrario: al menos a corto plazo, pues a medio o largo plazo todos los Estados Federales terminan convirtiéndose en la práctica, ineludiblemente, en Estados Unitarios con amplios grados de centralización, aunque sólo sea por el hecho de que los Estados miembros de una Federación, al ceder su soberanía a ésta, únicamente en un sentido nominal siguen siendo «Estados». De todas maneras, todo este asunto es extremadamente complejo, y debería resolverse en un amplio debate público, con luz y taquígrafos, en el que no se hurte (como se ha venido haciendo hasta ahora) a la sociedad civil el derecho de participación política y de formulación de propuestas. En todo caso, lo que hay que evitar son las descalificaciones y los clichés simplistas, como los que identifican al centralismo con el nacionalismo español o el nacional-catolicismo, y al federalismo y la defensa del «derecho de autodeterminación» con el nacionalismo excluyente, el separatismo y la «traición» a la clase obrera.
Por otra parte, entre la centralización y la descentralización plenas hay una gran variedad de grados intermedios. Incluso, la defensa del centralismo no es incompatible con lo que puede llamarse «federalismo ético-cívico», distinto del federalismo político. El federalismo ético-cívico gira en torno al concepto de Humanidad, y no al de Nación, y equivale a la idea de «coexistencia pacífica», de negociación, de diálogo, de pacto, etc… como instrumentos obligados de convivencia civilizada. El federalista cívico negocia, pacta, concede, recupera y va ampliando sus pactos de unos individuos a otros, de unos municipios a otros, de unas provincias a otras, hasta llegar –como idea límite– a la Humanidad en general.
El modelo democrático-revolucionario jacobino no fue en absoluto el que guió la creación de los Estados-Nación modernos en el siglo XIX. El Estado-Nación Francés, desde su misma creación en el siglo XIX, no fue jamás jacobino (como incorrectamente suele afirmarse), sino más bien girondino, oligárquico y plutocrático. Ciertamente compartía con el jacobinismo algunos conceptos, como los de «ciudadanía», «igualdad ante la ley», o «centralización política y administrativa», pero incluso estos conceptos adquirieron un carácter muy distinto al jacobino en manos de la burguesía liberal francesa. La «ciudadanía» dejó de ser participativa y con poder de influencia real sobre las decisiones del gobierno, con lo que el «pueblo» dejó en la práctica de ser soberano; la «igualdad» se quedó en agua de borrajas con los inmensos privilegios de la plutocracia capitalista; y la «centralización» no fue democrática y de «abajo-arriba» (basada en el mecanismo de las Asambleas Primarias municipales de la democracia jacobina), sino estrictamente oligárquica y de «arriba-abajo», y además estuvo basada en una homogeneización cultural y en una nacionalización forzosa basada en la difusión de mitos etnicistas tomados del Antiguo Régimen (como los de Clovis, Juana de Arco y Carlos Martel como forjadores de una «identidad nacional francesa» clara, diferenciada y pre-existente en muchos siglos a la Revolución de 1789), e incluso en el intento de excluir de la «ciudadanía francesa» a los judíos (como en el 'Caso Dreyfus').
Así pues,jacobinismo y liberalismo no pueden identificarse, ni tampoco el jacobinismo es una forma de liberalismo, salvo que entendamos el término «liberalismo» en un sentido amplio de carácter ético-cívico, y a la vez muy distinto del «liberalismo político» burgués tal como éste cristalizó en el siglo XIX, y desde luego muy diferente del liberalismo económico moderno. Desde este punto de vista amplio, el «liberalismo» sería –más que un programa político o económico concreto– un concepto de la sociedad civil en el que ésta reclama una cierta autonomía respecto al Estado, siendo la única fuente de legitimidad del propio Estado. O, como lo expresa Joaquín Miras en su artículo ‘La democracia jacobina’ [1]: «El Estado era un instrumento dócil sometido a su Soberano, el Pueblo, lo mismo que en la actualidad lo está al suyo: la plutocracia capitalista». Podríamos llamar a esto «liberalismo cívico», frente al liberalismo político (burgués) y el liberalismo económico, los cuales no serían en absoluto liberalismos cívicos, sino todo lo contrario.