Argentina. Las almas rotas de la pandemia

No hubo rebelión social, en gran medida por los programas de emergencia desplegados por el gobierno y el rol pacificador de los movimientos sociales. Pero la sociedad reventó para adentro

En El suicidio, su obra clásica de 1897, Émile Durkheim comparó boletines de salud pública de una serie de países europeos para llegar a la conclusión que fundó la sociología moderna: incluso un comportamiento tan individual como el suicidio –nada más personal que la decisión desesperada de quitarse la vida– encuentra causas sociales. Por ejemplo, en las sociedades protestantes –más individualistas, con jerarquías más flexibles y libre examen de conciencia– la tasa de suicidios es mayor que en las católicas, donde los comportamientos se ajustan a tradiciones más rígidas y jerarquías preestablecidas. El estudio descubrió también que la tasa de suicidios puede mantenerse estable durante décadas hasta que una perturbación profunda disloca los valores sociales, genera desorientación individual y pérdida del sentimiento de significación de la vida, lo que multiplica el “suicidio anómico”, aquel que se produce cuando los lazos sociales y las reglas de convivencia se debilitan. El origen puede ser una guerra, un rápido proceso de industrialización que liquida tradiciones feudales largamente arraigadas, una crisis económica (la tasa de suicidios se triplicó en Estados Unidos luego de la crisis del 29). O una pandemia.

En septiembre del año pasado, la Organización Panamericana de la Salud advirtió que la pandemia, los confinamientos y los duelos estaban produciendo un impacto sobre la salud mental (angustia, ansiedad, depresión) que creaba las condiciones ideales para un aumento de los suicidios1(aunque los primeros datos no muestran una variación sustantiva en la tasa agregada de suicidios a nivel global, los especialistas sostienen que este tipo de tendencias se verifica en el largo plazo). Por lo pronto, los suicidios aumentaron en México un 9% en el último año2, lo mismo que en Perú3 y que en varios países de Europa. En Japón, con una larga tradición de suicidio ritual, la tasa se disparó, sobre todo entre las mujeres4. La Asociación Argentina de Psiquiatras advirtió sobre un aumento de los suicidios en nuestro país, especialmente en jóvenes y adolescentes5.

La sociedad argentina está astillada. No hubo rebelión social, en gran medida por los programas de emergencia desplegados por el gobierno y el rol pacificador de los movimientos sociales. Pero la sociedad reventó para adentro. Se viene comprobando, por ejemplo, un aumento de la violencia intra-familiar, y son cada vez más frecuentes las peleas entre vecinos al estilo de la que estalló en la puerta de la escuela de Caseros, cuando una discusión banal en el chat de padres derivó en una pelea brutal que le costó a un familiar la pérdida de un ojo. Quienes caminan los barrios del conurbano alertan sobre estos pequeños conflictos sin sentido que rápidamente terminan en disputa feroz, algo que resulta especialmente grave en un contexto en el que abundan las armas de fuego. El consumo de drogas y alcohol aumentó, y se intensificó sobre todo el abuso de psicofármacos: la venta de clonazepam y alprazolam aumentó tres veces (en el primer caso) y cinco (en el segundo) más que la del promedio de los medicamentos en el último año6.

Tres años atrás, un informe del Observatorio de la Deuda Social de la UCA alertaba sobre una tendencia que se profundizó desde la irrupción del coronavirus: el “sentimiento de afrontamiento negativo”, definido como el “predominio de conductas destinadas a evadir ocasiones para pensar en la situación problemática sin realizar intentos activos por tratar de resolverla”7. En otras palabras, una posición de agotada impotencia, de brazos caídos, que se completa con otro síntoma extendido, la “creencia de control externo”, en el sentido de personas que sienten que su vida y su destino van más allá de lo que hagan o dejen de hacer. Este problema, que no es psicológico sino social, se refleja en una estadística muy concreta: de acuerdo a los últimos datos del INDEC, se incrementó en 131 mil la cantidad de argentinos que, pudiendo hacerlo, no buscan trabajo (el “efecto desaliento” explica en parte la caída del último índice de desempleo).

Muchas familias estallaron; se rompieron convivencias, lazos de años. Cuando en junio del año pasado nos preguntábamos desde la tapa del Dipló cómo sería el día después de la pandemia, Tamara Tenenbaum especulaba sobre la reconfiguración del amor a partir de la cuarentena, y advertía sobre el impacto inevitable sobre las relaciones de una época en la que nunca pasamos tanto tiempo con quienes compartimos un techo y tan poco tiempo con quienes no. “Una de las grandes dificultades de sostener parejas en el siglo XXI es que nuestras subjetividades valoran la novedad y el placer mucho más de lo que los valoraban los sujetos de hace cincuenta o cien años. Si ya era difícil ese equilibrio en la ‘vieja normalidad’, ¿cómo se sostiene hoy, sin bares, sin amigos, sin fantasía”, escribía Tenenbaum8. Aunque estamos lejos de poder pintar el panorama completo, los primeros indicios confirman esta intuición: un informe del Observatorio de Psicología Social Aplicada de la UBA registró un deterioro inédito de las relaciones de pareja y un aumento de los conflictos familiares en el último año9, en tanto que el Registro Civil de la Ciudad de Buenos Aires estimó en un 15 % el incremento de los divorcios10.

“No viene más”

Sobre este panorama general de una sociedad quebrada por dentro se recortan otros dramas, más localizados. “No viene más”: cuentan los docentes de los colegios secundarios que los chicos responden a coro cuando el pase de lista menciona el apellido del compañero que nunca volvió a la escuela: unos 700 mil en el nivel secundario en el último año y medio, según diversos cálculos. En un contexto de crisis económica, con familias que necesitan desesperadamente cualquier ingreso que puedan conseguir, buena parte de ellos no regresarán nunca a la escuela.

Verificable en muchos países, el abandono escolar se agudizó en Argentina por lo que solo puede ser calificado como una mala gestión educativa: escasa flexibilidad para habilitar el regreso a la presencialidad en las provincias con menos contagios (Catamarca, por ejemplo, estuvo cuatro meses prácticamente sin casos y con las escuelas cerradas), demoras en el lanzamiento de los programas de reinserción, poca muñeca para negociar con los sindicatos docentes y, sobrevolando todo esto, una señal equivocada respecto de las prioridades políticas, como demuestra el hecho de que las escuelas permanecieran cerradas mientras reabrían bares, restaurantes, negocios de venta de muebles, viveros, gimnasios, tiendas de ropa con probador, librerías, pistas de patinaje, tiendas de venta de electrodomésticos, shoppings, locales de tatuajes, casas de tarot, sex shops, iglesias de diversos credos, casinos y bingos.

Esto fue, además, parte de un problema más general. El gobierno desplegó una gestión “adulto-céntrica” de la pandemia, con poca atención a las sensibilidades específicas de los diferentes grupos etarios. Y si por un lado es cierto que la energía estaba puesta en fortalecer el sistema sanitario y apurar los programas sociales de emergencia y que el Presidente no puede ocuparse de todo, también es verdad que para eso están los ministros, que deben presionar –incluso, o sobre todo, a su jefe– para atender las urgencias de su área. Esto no ocurrió, claramente, durante el último año y medio. Con buenos reflejos, el flamante ministro de Educación, Jaime Perczyk, anunció el mismo día de su juramento el plan “Volver a la escuela”, que destina 5.000 millones de pesos a reinsertar a los chicos que se desconectaron del sistema educativo durante la pandemia.

Materialismo patagónico

La tesis de esta nota es que la tragedia social que nos deja la pandemia no se arregla solamente con plata, y que la lectura del gobierno es por lo tanto insuficiente. En una nueva apelación al conocido “materialismo patagónico”, según la figura acuñada en su momento por Luis Tonelli, el gobierno interpretó la derrota en las PASO en términos estrictamente económicos: fueron la recesión, los salarios perdiendo la carrera de los 100 metros llanos contra la inflación, la caída de las changas, el precio de los fideos. ¿Fueron? Por supuesto que sí: la dimensión económica es crucial a la hora de explicar el voto, guiado en buena medida por lo que la metáfora de la época define como “mi metro cuadrado”. En su carta, Cristina se permitió incluso cuantificar lo que “faltó” para ganar la elección: 1,3% del PIB.

Mi impresión es que el problema es más profundo y que la respuesta oficial no puede limitarse a “poner plata en el bolsillo de la gente”, potenciar la obra pública o extender los programas sociales. Hay una parte del drama que no se soluciona con gasto, que no entra en el IFE. Como las imágenes de Berlín devastada al finalizar la Segunda Guerra Mundial en las que se regodean los directores de cine estadounidenses, el paisaje después de la pandemia es un paisaje en ruinas: las más visibles de la economía, el desempleo y la pobreza, pero también las ruinas invisibles de las emocionalidades quebradas, las autoestimas destruidas, los lazos rotos para siempre.

Mi impresión es que el problema es más profundo y que la respuesta oficial no puede limitarse a “poner plata en el bolsillo de la gente”, potenciar la obra pública o extender los programas sociales. Hay una parte del drama que no se soluciona con gasto.

El contexto requiere por lo tanto abordajes más sofisticados, a veces para resolver problemas derivados de políticas públicas virtuosas. Uno entre miles: la acelerada bancarización de los sectores populares impulsada por la universalización de las jubilaciones y la extensión de la Asignación Universal por Hijo dio como resultado una epidemia de endeudamiento con las entidades no bancarias a tasas de usura (costo financiero total por encima del 200%), que obligó a muchas familias a apelar al verdadero prestamista de última instancia de los barrios populares: el transa, que maneja efectivo, está cerca y no hace preguntas. Encarar este problema requeriría mejorar los programas de microcrédito popular, articular su implementación con los movimientos sociales y los municipios y avanzar en una regulación más exigente del negocio de los préstamos no bancarios, todo lo cual supone recursos, capacidades profesionales, coordinación entre diferentes agencias del Estado y, antes y después, imaginación y ganas.

En este sentido, muchas áreas de políticas públicas se caracterizan por su falta de innovación. Aunque el Estado es grande y hay excepciones, como la Tarjeta Alimentar de Daniel Arroyo, el Plan de Electromovilidad de Matías Kulfas y algunas iniciativas de obras públicas de Gabriel Katopodis, el panorama general apunta, más que a la creación de nuevos planes, a la recuperación remozada de los programas del cristinismo tardío estilo Precios Cuidados o Procrear, como si volver mejores implicara solamente multiplicar cuotas: del Ahora 12 al Ahora 30.

Concluyamos

El fracaso del oficialismo en las PASO, y sobre todo la evidencia de que la apatía se concentró en los votantes históricos del peronismo, revelan la imagen de un gobierno que no terminó de entender la magnitud de la fractura social producida por la pandemia. La recuperación económica es esencial para mejorar el resultado electoral, pero quizás resulte insuficiente. En una entrevista concedida al diario La Capital11, el sociólogo Ignacio Ramírez explicaba que los actores políticos tienen que renunciar a cualquier perspectiva tranquilizadora para pararse en el lugar de la angustia de la gente: hablar desde el dolor. Hay que volver a coser la sociedad, empezar por el principio. Argentina, decíamos, no estalló como en el 2001, pero la crisis nos pasó por encima. El 2001 no vuelve como pueblada; vuelve como cicatriz. Caminamos por la plaza vacía del día después, estamos contando muertos, recogiendo escombros. Todavía es diciembre.

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