
Chile. Los cerros cuentan su historia
Dime. ¿Qué historia cuenta este cerro? Dime. ¿Qué historia? Éste, con forma de trapecio irregular; un volcán dicen que fue, hace miles o millones de años; tiene forma. Pero dime, qué historia cuenta. Este que preside el barrio alto, que lo vigila o lo cuida. Dime. ¿Sabes? ¿Quién habla? Dime si sabes, si sabías. No hace mucho, no hace miles ni millones de años había una viña en los faldeos, partida a la mitad por un camino de tierra que podía verse desde lejos. Dime si sabes, o sabías, que una tarde subió un padre de las manos con sus hijos. El padre ya no está, los hijos crecieron. Dime. ¿Sabes? ¿O no sabes nada? Todos son fantasmas, de una u otra forma, el recuerdo es su cuerpo, su hechura material, y sus miradas se hundieron en la ladera, y entonces nada, pongamos, nada se ha perdido.
¿Sabías?
El asunto es que ahora, dime. Ahora, qué pasa. La historia. El viejo camino de la viña se convirtió en la calle principal de un barrio para ricos: Santa María de Manquehue. El cerro cuenta su historia. ¿Oyes? Si uno apega el oído. Donde había un viñedo se levantaron las mansiones del sector oriente y un poco más a la izquierda, siguiendo por las estribaciones, está Lo Curro y el búnker de Pinochet, que unos jóvenes del barrio alto divisaron desde un mirador en La Pirámide, cierta noche. Pero ésa es la historia de la Caty, con C. ¿Sabes?
En cambio esta historia es del Coke, con C también, que nació enfermo o se enfermó en algún momento de la vida, entrando en la pubertad podría ser.
O podría ser la historia de sus primos, los Lillo. Todo está por verse si uno apega el oído.
Todo late y todo palpita, si uno. Los cerros cuentan. El Santa Lucía en el centro, el Chena cuenta por el sur. Una historia de soldados y prisioneros, si uno. Estamos rodeados de cerros y todo se oye, late y palpita. Ya se dijo. El Coke oye. Una cuadra al sur del camino que partía en dos la viña está su casa, la casa de su padre. El Coke vive solo en cuatrocientos metros cuadrados construidos y otros seiscientos de jardines, mil en total. Vive en tres pisos más un subterráneo con una sala de juegos empolvada. Duerme en una pieza del tercer nivel, casi no se levanta como no sea para ir al baño en suite o traerse de la cocina, en la planta baja, algún plato que preparó la Domitila. ¿Sabes? Dime. ¿Oyes algo? Un estudio de sus movimientos concluiría que el uso efectivo de la casa corresponde más o menos a unos veinticinco metros cuadrados más otros veinticinco durante el verano, cuando el Coke se zambulle en la piscina para despejarse y se queda flotando de espaldas, mirando las nubes pasajeras.
¿Sabes?
Todo se oye. El Coke oye.
Todo. En otro tiempo, otros niños, que una vez de la mano de un padre. Ya se dijo. Vieron, una noche. Una luz resplandeciente en medio del cerro. No era fuego, parecía una estrella en el corazón del Manquehue. El Coke oye, sabe. Dime, palpita. ¿Qué era? ¿Era un Ovni? La luz se desplazó muy lenta, imperceptiblemente hacia un costado del cerro, digamos como si el corazón se le hubiera desgarrado. Y se quedó latiendo en el cielo. Unos niños la miraban desde lejos. La luz se extinguió en la noche y ahora es un recuerdo; nada se ha perdido.
El Coke oye. El Coke con C está enfermo.
Ya se dijo.
La casa es del padre, que antes vivió ahí pero al separarse se mudó a un departamento en Las Condes, más cerca de la empresa. La madre se fue de Chile con otro hombre. Todo se oye. Nadie viviría con el Coke, que está enfermo.
Así es.
Una mañana se miró al espejo y notó que había crecido. Medía más de dos metros. Se agachaba para no golpearse la frente en el dintel de las puertas, se estrellaba contra las jambas y los objetos de la casa. Todo el día se movió con la sensación de haberse convertido en un gigante. La Domitila lo miraba de reojo sin decir nada, pasando el plumero por los muebles. Ella lo conoce bien, pero tampoco viviría con el Coke como le ha pedido el padre varias veces, tentándola con un sueldo un poco mejor. Prefiere atravesar Santiago desde San Bernardo hasta Vitacura, bajar y subir de las micros, ir a pie por la calle empinada donde antes hubo una viña, ponerse el delantal blanco y trabajar, como siempre.
Todo se oye, si uno apega.
A la mañana siguiente del episodio de gigantismo el Coke recuperó su estatura normal, cercana al metro sesenta y cinco. Había despertado pasada la una de la tarde aturdido por la batería de psicofármacos. Era verano. Cruzó el jardín en traje de baño y chancletas, con una toalla al hombro, no saludó al jardinero y se tiró de cabeza al agua. Acostado en el colchón inflable se quedó esperando una nube en el cielo, pero el azul era demasiado profundo y absoluto, impermeable a las nubes y a cualquier objeto, incluso los pájaros; un desierto en la cúpula del mundo. Ninguna señal aparecía por la cumbre del Manquehue, hacia donde miraba esperando las nubes que viajan desde el poniente sopladas por el viento. Sólo las piedras se quejaban más arriba, torturadas por el calor. Pero ninguna nube.
Habría esperado horas una señal del cielo para salir de la piscina. Pero a las dos de la tarde la Domitila lo llamó a almorzar. Le tomó tiempo levantar el cuerpo hasta el borde de piedrecillas calientes, con sus noventa y ocho kilos que quizás iban para los cien. Todos los meses subía de peso.
Al salir del agua no volvió la vista hacia abajo, no acompañó la mirada panorámica del Manquehue, no le llamó la atención la prosperidad creciente de los barrios extendidos como una explosión de riqueza. Nunca se había fijado en eso. Lo que hizo fue subir con el plato de comida hasta el tercer piso para jugar un videojuego.
Dime, ¿oyes? Si uno apega. El Coke se había obsesionado con un videojuego de ciudades y autos. Cada personaje tenía una historia, digamos su forma de ser, ventajas y desventajas que dependerían de la misión elegida. Hombres violentos, decididos, con más vida, más reales que estos otros de fuera de la pantalla. Lo conmovían entero. Podrían haber sido su familia. Tal vez lo eran. Detenían cualquier vehículo en las calles de Los Ángeles, en Kansas City, en Dallas, en Atlantic City, y se lo apropiaban sacando a patadas y empujones al conductor. Manejaban como unos dementes por puro gusto, por el placer del caos y el goce de la omnipotencia. Eran los dueños de las calles. Podían conseguir armas de fuego. Eran narcotraficantes, eran delincuentes de toda clase. Vivían en las mansiones más lujosas y excéntricas rodeados de mujeres alucinantes y lujuriosas que eran como prostitutas cautivas. Todos menos uno, torpe, más honrado que el resto, a todas luces un perdedor dentro de la lógica del videojuego.
Dime.
Decimos que el Coke estaba enfermo pero no sabemos –nadie lo sabe–, no podemos fijar el momento exacto en que se declaró la enfermedad, pero si nos acoplamos a la psiquiatría habría que situarlo en su primera crisis mental, el primer brote psicótico como dijeron los médicos tratantes. Pero dime. ¿Sabes? Queda por responder qué significa con precisión un brote psicótico, que tipo de distorsión de la realidad comporta, si es una cuestión de grados, de profundidad de la alteración –y cómo medir esa profundidad, con qué instrumento– o se trata de la duración, del tiempo en que la psiquis permanece trastornada, pongamos.
Pero bueno.
El asunto es que el Coke dejaba en pausa el videojuego de los delincuentes, sus héroes, y durante esas pausas se masturbaba. La imagen que en su cerebro despertaba la libido era la de su abuela materna; los labios finos, el pelo blanco, los pechos insinuados bajo la blusa, y esas invitaciones que le hacía con la mirada. Pasaba fácil de los ochenta años pero se había convertido en una fijación sexual, en objeto de su deseo, mucho más duradero que una alucinación como haberse empinado por sobre los dos metros de altura. Lo había conversado con su primo Pablo Lillo, así como le había contado a su modo cuanto le acontecía en la vida.
Pablo Lillo era esquizofrénico, y aquí uno se pregunta con todo derecho si ésta es su historia o sigue siendo la historia del Coke, con C, como si en esta parte del relato la locura de uno y otro se disputaran el protagonismo; y uno se pregunta también, con el mismo derecho, si existirá acaso un gen de la locura así como existe un gen del pelo cobrizo, o incluso un gen de la maldad que nos libraría de culpa por nuestros actos. Todo está por verse, si uno apega.
Hablen los cerros.
Si uno apega y busca el gen. Eran primos por parte de madre, y mientras el padre del Coke había hecho fortuna como samurái de grandes empresas, mientras había usado una katana para descuartizar al que se le pusiera por delante, el padre de Pablo Lillo vio desmenuzarse el patrimonio familiar entre los problemas de los hijos y un estoicismo de abogado a la antigua, pinochetista como el samurái pero sin dotes para adaptarse a los nuevos tiempos. Digamos que su mente se congeló en el Partido Nacional, al filo de Patria y Libertad. Puede ser otra forma de locura; aquí todo está por verse.
Su asunto, si uno apega, es que antes de una muerte lenta y más o menos temprana presenció impotente el desmoronamiento de su propia casa y el de sus hijos perdidos en la droga, anclado a viejas costumbres como a un palo mayor en medio de la tormenta, a sus hábitos como levantarse a las cinco de la mañana para escuchar marchas militares en compañía de Pablo, su perro fiel, y a tolerar que incluso su hijo menos escandaloso una noche lo confundiera con un marciano.
Pero esta historia es del Coke, decimos. Aunque todo esté por, si uno. Pero bueno. Al Coke le había dado por la prostitución. Putas caras, de lujo, que remontaban en taxis color plateado el antiguo camino de la viña; elegantes, de buen trato pero sin complejos para rotear a la Domitila si ella las miraba feo pensando que de una u otra forma, por la mente, por el cuerpo o por el bolsillo, estaban dañando al Coke. Sigue barriendo, guatona. Eso dijo una. Y el cerro oyó. Pongamos.
¿Sabes?
Y aquí se juntan las historias, digamos que se tocan por sus extremos. Pues el Coke invitaba a su primo al banquete, aunque en segundo turno. A la espera de que el Coke se afilara a la prostituta elegante Pablo Lillo conversaba con la Domitila, y como su mundo interno giraba en torno a los escritores le recitaba de corrido los premios nacionales de literatura desde el año cuarenta y dos a la fecha, o hasta el año en que su primo le gritaba que había llegado su turno.
Pablo Lillo subía al tercer piso.
Las besaba en la boca. Las amaba a su manera. Las pastillas le impedían alcanzar el orgasmo. Pablo Lillo –Pablillo o Pabloco– se enamoraba de cada una de las mujeres que había probado antes su primo Coke. A la primera de todas le había preguntado si entonces ya no era virgen.
Mijito: me lo comí, me lo violé y me lo descartuché, dijo ella.
Y como ésta es su historia –ahora sí, entera suya–, Pablillo le prometió dedicarle su próxima novela, la que germinaba en su mente ahora que habían vuelto las luces.
Luces.
Si el Coke sufría de brotes psicóticos desde la pubertad, desde la misma época de la vida Pablo Lillo veía luces como fuegos artificiales escapando por sus sienes, las luces se habían gestado en su cerebro y ese espectáculo pirotécnico lo era todo en su vida, su verdad, su inteligencia, su capacidad superior de comprenderlo todo.
En su propia casa no lo comprendían: Lucerito, lo llamaba su padre, por la cantante mexicana.
Las luces lo eran todo, les decía a las putas, y cuando las luces se iban sobrevenía la oscuridad total, el Medioevo de su espíritu.
Les decía: Mi primera novela se llama Luces. Ahí cuento cómo me volví loco.
A veces su hermano menor interrumpía estos diálogos. Sucedía cuando no estaba en un centro de rehabilitación. Su hermano menor era como la interrupción constante de su propia vida, su vampiro particular. Aquí se había colado para conseguir el tercer turno en la casa del Coke. Antes había hurgueteado en todos los cajones buscando dinero a espaldas de la Domitila.
Pero ésta no es su historia. Por eso lo dejamos hasta aquí.
Nosotros hablamos del Coke. Y los cerros hablan, oyen, palpitan, y nada se ha perdido.
Una noche sucedió. Tenía que suceder.
El Coke no podía dormir. Algo muy extraño, inédito, estaba ocurriendo con su cuerpo, con su mente, tal vez con toda su vida. Se encontraba en la cama, todas las luces apagadas. Su cuerpo comenzó a encogerse, las extremidades y el tronco dejaban de ocupar el espacio que había sido suyo, era la retirada de su cuerpo para la llegada del vacío, una zona blanca, fluorescente, que luego iba apagándose como pavesas. Curioso no estar donde uno había estado antes, no ser donde uno había sido.
Se encogió hasta el tamaño de un pulgar.
Y repentinamente empezó a crecer, impulsado por la misma fuerza que antes lo había contraído. Era el Big Bang de su propio cuerpo. Curioso estar donde uno no había estado antes, ser donde antes no era. Crecía y crecía, ya había sobrepasado los dos metros de altura y supo que esto no se detendría allí, y entonces escapó de la casa para no destruirla, su cuerpo no cabía en cuatrocientos metros cuadrados, tampoco en mil de terreno, su cuerpo era inmenso, un King Kong humano.
Dime. ¿Oyes?
Un gigante trepó hasta la cima del cerro Manquehue, una noche de verano con luna creciente. Unos niños que una vez, de la mano, por el camino de, hace muchos años, lo habrían visto con el telescopio, como observaban los cráteres de la luna llena en las noches de febrero, hace miles de años. Pero esos niños ya no existen. Y es imposible conocer el futuro.
¿Y el pasado?
Los cerros hablan, se quejan. Todos, alrededor. Pueden oírse desde lo alto, si uno apega; cualquiera que ascienda hasta una cumbre conseguirá una chispa de verdad. Los cañones del Santa Lucía, en el centro. El fuerte español. Las violaciones. Todo se oye, desde arriba. El gigante. Y el cerro Chena al sur, los prisioneros, los fusilados. Todo de golpe, desde arriba, se está fundiendo, pasado y presente, nada se pierde, ni siquiera las nubes fugaces, ni el destello de un Ovni; todo se puede entender y todo guarda relación entre sí, y aquí la explosión de la riqueza, se entiende, todo, el gen de la maldad, un gigante en el cerro Manquehue, todo se oye desde aquí, las voces, una reiterada pérdida del juicio de realidad, cuánto dura, cuánto debe durar para, toda la verdad de las vidas, ver con los ojos de los otros, Pablo Lillo dijo a una puta, escribió al final de una novela: “Yo estaba en una iglesia y miré las agujas del reloj, y las agujas comenzaron a caminar al revés, y entonces lo comprendí todo, y vinieron las luces, y fue la experiencia más maravillosa de mi vida”.
“Soy un gigante.
Estoy en la cima.
Abajo explotó la riqueza.
En una porción del cerebro.
Mi madre y mi abuela.
Cómo seguir en esta situación. Por qué seguir.
Si esto es la normalidad, esto de abajo. Por qué seguir.
¿Por qué no encogerse, mejor?”
Pensó un Coke; lo oyó un cerro.
No rodó por la ladera, no se azotó contra las rocas.
No murió.
Bajó del cerro.
Y todo siguió igual.
Nadie podía vivir con el Coke.