El pueblo griego estaba dispuesto a luchar

Hace diez años, las protestas contra las políticas de austeridad de la UE sacudieron a Grecia. Aunque el movimiento tuvo la virtud de movilizar a los ciudadanos que no formaban parte de la izquierda organizada, su carencia de orientación política terminó conduciéndolo a la derrota

La «primavera caliente» de 2011 fue solo una gota en la enorme ola de levantamientos populares que recorrió el mundo ese año. La ola empezó a formarse en la costa sur del Mediterráneo con la Revolución tunecina y las revueltas de la plaza Tahrir. Luego llegó a España de la mano de los indignados y viajó, a través de Grecia, a los Estados Unidos, donde fue recibida por el movimiento Occupy Wall Street, antes de volver al Mediterráneo para la ocupación del Parque Taksim Gezi de Estambul.

Además de formar parte de esta revuelta internacional, la ocupación de las plazas que sacó a la calle a cientos de miles de griegos debe ser analizada en el marco del ciclo nacional de movilizaciones, que había empezado a sacudir al país en mayo de 2010, cuando el parlamento aprobó el primer memorándum con los acreedores europeos de Atenas. La ocupación de las plazas quedó atrás, pero la ola se expandió y tomó distintas formas hasta llegar al verano de 2015.

Aunque hubo muchas diferencias entre los distintos levantamientos, el movimiento griego compartió ciertos rasgos con sus equivalentes extranjeros, especialmente los del Mediterráneo. Todos fueron sorprendentemente masivos, su composición social fue transclasista, los jóvenes estudiantes jugaron un rol destacado y lograron despertar simpatía popular. Además, compartieron un amplio repertorio de acciones, fundamentalmente centrado en la ocupación del espacio público.

No menos notables fueron las semejanzas subjetivas de estos movimientos. En ruptura con los marcos organizativos y las escisiones políticas tradicionales, enfatizaron la autoorganización y combinaron reivindicaciones socieconómicas con la búsqueda de formas de democracia directa o participativa. La presencia ubicua de banderas nacionales y la distancia tomada frente a las referencias históricas y simbólicas de la izquierda, sacaron a luz el carácter «nacional» de las movilizaciones. Aun así, el desarrollo de distintas formas de solidaridad y la circulación transnacional de símbolos, consignas y modos de acción, debe concebirse como una forma renovada de internacionalismo.

Todo esto para decir que comprender la experiencia griega nos permitirá extraer algunas conclusiones generales sobre la paradoja que definió a estos movimientos, a saber, la divergencia entre su dimensión insurreccional masiva y el limitado impacto político que tuvieron. Para decirlo en pocas palabras, fueron incapaces de lograr conquistas duraderas que estuvieran a la altura de los objetivos que se habían propuesto.

Crisis orgánica

Un punto de partida útil para comprender las razones profundas que llevaron a esta situación es el concepto de «crisis orgánica», elaborado por Antonio Gramsci en sus Cuadernos de la cárcel.

El concepto de «crisis orgánica» remite a una ruptura radical y repentina de las relaciones entre las clases sociales y las fuerzas políticas que hasta entonces cumplían funciones representativas. Es una forma específica de crisis política, típica de un régimen parlamentario en el que un sistema institucional ampliado y pluralista organiza los términos del consentimiento de las clases subalternas a la dominación burguesa.

La estabilidad de este sistema hegemónico se viene abajo —de aquí el carácter «orgánico» de la crisis— como resultado de la presión que ejercen dos factores fundamentales. El primero es el fracaso de un proyecto estratégico de la clase dominante, como una guerra o un asunto de importancia nacional. El segundo es el pasaje repentino de las masas de un estado pasivo a una actitud activa. Este cambio —enfatiza Gramsci— conduce a una explosión de reivindicaciones que surgen directamente de las masas movilizadas, aunque, en estas circunstancias, constituyen un todo «inorgánico», es decir, incoherente. Sin embargo, para Gramsci no dejan de ser una «revolución», un movimiento que exige una ruptura radical para ponerle fin a una crisis devenida crisis de hegemonía, es decir, una crisis que afecta a todo el Estado. El concepto de «crisis orgánica» no basta para dar cuenta de la crisis revolucionaria, pero contiene algunos de sus elementos más importantes. El resultado final depende sobre todo de la intervención «subjetiva» de las fuerzas políticas que luchan para tomar la dirección del proceso y canalizarlo en una dirección determinada.

Este análisis nos brinda una clave para comprender los rasgos específicos de la crisis griega de 2011 y los meses subsiguientes. Con toda evidencia, la terapia de choque impuesta por los memorándums manifestó una derrota estratégica de la burguesía griega: deshizo los fundamentos del contrato social forjado luego de la caída del régimen militar en 1974, transformó las perspectivas de «integración europea» de Grecia en una pesadilla e impuso un régimen de tutelaje permanente y una merma considerable de soberanía nacional. Para sostener su dominio sobre el país, la clase dominante tuvo que aceptar un lugar subalterno y un deterioro drástico de su posición internacional.

La combinación de estas tres dimensiones (social, ideológica y nacional) llevó a la deslegitimación, no solo de los estratos políticos dominantes, sino también del sistema hegemónico en su conjunto. De ahí el colapso de la credibilidad en los medios, en los «intelectuales orgánicos» de los sectores dominantes y en las instituciones representativas (incluso en las fuerzas que operaban como una oposición fiel). Todo esto puso en cuestión la capacidad que tenían las élites de dirigir el país y la capacidad del sistema bipartidista de brindar soluciones viables.

Vale la pena enfatizar la dimensión nacional de la crisis. El tutelaje impuesto por la Troika (la Unión Europea, el Banco Central Europeo y el FMI) privó de su «función nacional» a la clase dominante griega y a sus servidores. La pérdida fue acompañada de un ataque a la clase trabajadora, sin precedentes en las sociedades europeas occidentales de la posguerra, aunque muy similar a los programas de «ajuste estructural» promovidos por el FMI y el Banco Mundial en muchos países del Sur Global y de Europa del Este, a partir de los años 1980.

La combinación entre la pérdida de soberanía nacional y la violencia de la ofensiva antisocial explica la profundidad y el carácter generalizado de la crisis griega, sobre todo si se la compara con la situación portuguesa o española de ese mismo año. También explica por qué el gesto más extendido en las plazas ocupadas fue la flameante bandera griega, que desconcertó a los activistas de izquierda que se negaban a comprender su sentido. Inédita desde los días de la dictadura militar (1967-1974), esta reapropiación de la bandera surgió como una reacción a la imposición de los dictados de la Troika, un mensaje del pueblo que se autoproclamaba como la «verdadera» Grecia, diferenciándose de aquellos que pretendían actuar en su nombre.  Este colapso hegemónico también representó una oportunidad histórica para la izquierda más radicalizada. Por primera vez en décadas, la izquierda se encontró en posición de luchar por la hegemonía, es decir, en una situación excepcional en cualquier régimen parlamentario «maduro».

¿Hacia una crisis revolucionaria?

La ocupación de las plazas también develó un segundo aspecto de la crisis orgánica: el momento en que las masas, que excedían por mucho a los militantes que habían dirigido hasta entonces las movilizaciones contra la Troika, pasaron a ocupar el centro de la escena. Esta confluencia no fue en absoluto un proceso automático. Los sindicatos más combativos, y la intervención de la izquierda radical en las asambleas populares celebradas en los espacios ocupados, permitieron superar gradualmente la desconfianza mutua de las primeras semanas, alimentada por los desacreditados dirigentes de la confederación sindical. Sin fusionarse en términos orgánicos, el «pueblo de las plazas» convergió así con el movimiento obrero. La movilización popular alcanzó su momento más álgido en los tres días de huelga general —15, 28 y 29 de junio—, que contó con niveles de participación inéditos desde los años 1970. En este sentido, el movimiento griego siguió un camino distinto al de los indignados españoles, que no tuvieron ningún intercambio significativo con el movimiento obrero, y terminó pareciéndose más a los casos egipcio y tunecino.

Esto hace relucir todavía más la magnitud excepcional del movimiento griego. A todas luces, la proporción de la población movilizada fue más grande que en el caso de España y no es difícil compararla con los levantamientos árabes. Según algunos sondeos, a comienzos de junio de 2011 al menos 2 800 000 griegos —¡el 30% de la población adulta!— declararon que participarían «definitivamente» de las protestas, a los que se suma un amplio 21% que manifestó que asistiría «muy probablemente». Mientras tanto, el 35% declaró haber participado de marchas y otras iniciativas populares organizadas durante el período previo. Una estimación realista es que, en las movilizaciones que acompañaron a la huelga general del 28 y 29 de junio, al menos un tercio de la población participó activamente. Además, en los sondeos del período, al menos dos tercios de los griegos declararon rechazar los memorándums y el régimen de la Troika.

Esta dinámica mayoritaria también explica la duración de las movilizaciones y su intensidad. A pesar del reflujo del movimiento de las plazas que siguió al voto del memorándum «intermedio» del 29 de junio, la movilización alcanzó un nuevo pico pocos meses después. El 19 y 20 de octubre, una huelga general, la más masiva que se haya visto desde la caída de la dictadura, paralizó completamente a Grecia. Una semana después, el 28 de octubre —el feriado en el que se celebra el «No» a Mussolini de 1940—, la gente tomó las calles y forzó la interrupción de los desfiles militares y la retirada de los funcionarios estatales. Al mismo tiempo, el primer ministro George Papandreou, humillado en la cumbre europea celebrada en Cannes, donde propuso un referéndum sobre los memorándums, renunció a su cargo para favorecer un movimiento de coalición amplio guiado por la UE y dirigido por el banquero Loukas Papademos. Al ver que su apoyo mermaba, tanto dentro como fuera del parlamento, Papademos convocó a elecciones anticipadas en mayo de 2012 y, como no logró constituir una mayoría, lo hizo de nuevo en junio. Esta doble elección efectivizó el colapso del sistema bipartidista, cuyos pilares —la socialdemocracia del PASOK y la derecha de Nueva Democracia— pasaron de haber conquistado el 77,4% de los votos en noviembre de 2009 a quedarse tan solo con el 42%.

Por lo tanto, no es exagerado decir que la crisis griega mostró algunos de los rasgos aludidos en la célebre definición que dio Lenin de una situación revolucionaria, que es a la vez una de las principales fuentes de la noción gramsciana de «crisis orgánica»:

La revolución solo puede triunfar cuando los «de abajo» no quieren y los «de arriba» no pueden seguir viviendo como antes. Esta verdad también puede expresarse en otras palabras: la revolución es imposible sin una crisis nacional general (que afecte a explotados y explotadores).

Pero la condición faltante —y la más decisiva— fue otra, una que suele recibir menos atención, pero que también es mencionada por Lenin en este pasaje:

[Q]ue la mayoría de los obreros (o, en todo caso, la mayoría de los obreros conscientes, reflexivos, políticamente activos) comprenda a fondo la necesidad de la revolución y esté dispuesta a sacrificar la vida por ella. 

En otras palabras, no puede haber revolución si las masas no apoyan las soluciones revolucionarias; y este apoyo no es un resultado automático del movimiento de masas. Se necesita cierto tipo de intervención y preparación política. Este tipo de conciencia política no definió a un levantamiento cuyo horizonte se formó exclusivamente en función del rechazo visceral hacia la Troika y hacia los políticos de turno, y no de la voluntad de derrocar el orden social existente. Pero no deja de ser cierto que, por primera vez desde los grandes levantamientos de los años 1960 y 1970, en un país europeo que parecía convertirse de nuevo en el «eslabón débil» del centro continental del capitalismo, se presentó la posibilidad de una ruptura del equilibrio social y político de fuerzas.

La grandeza del movimiento y sus límites

El movimiento de las plazas de 2011 surgió de una larga serie de acontecimientos insurreccionales que puntúan la historia griega moderna. Pero aunque explique su grandeza, el carácter explosivo y repentino del levantamiento también lo convirtió en un hecho sumamente contradictorio. El «pueblo de las plazas» carecía de cualquier experiencia previa de organización o de participación en acciones colectivas, motivo por el que planteó una serie de reivindicaciones y prácticas que Gramsci hubiese definido como «incoherentes». Cualquiera que haya estado en aquel momento en la plaza Síntagma recordará la mezcla de enojo y combatividad, la atmósfera futbolística y el radicalismo genuino, en síntesis, un rechazo indiscriminado hacia la política combinado con una búsqueda de autoorganización y participación directa en los asuntos públicos. Este revoltijo de actitudes y prácticas estaba acompañado por cierta fascinación con encontrar «soluciones mágicas» a la crisis: desde los llamados a recuperar la antigua «democracia ateniense» hasta distintas teorías de la conspiración que pretendían explicar las causas de la deuda pública.

La contradicción más importante tal vez fue la que se expresó en la consigna más popular del movimiento de las plazas: la reivindicación de la άμεση δημοκρατία, generalmente traducida como «democracia directa». Sin embargo, el término griego άμεση se traduce mejor como «inmediata», pues significa «sin mediaciones», es decir, «directa», y a la vez algo que debe realizarse «inmediatamente». En este sentido, uno de los principales límites del movimiento de las plazas reside en el hecho de que no supo dotar de un contenido real a esta reivindicación de «democracia inmediata».

Para muchos, la consigna remitía a una forma de antiparlamentarismo espontánea —o, más bien, brutal—, ilustrada por el impactante y multitudinario canto que se escuchaba en la plaza Síntagma: «Quememos este parlamento, que no es más que un burdel». Para otros remitía a una idea libertaria de democracia sin mediaciones, es decir, un modelo puramente «horizontal» inspirado por las formas de autoorganización que surgían en las plazas ocupadas. También había quienes pensaban que se refería a una reforma institucional tan radical como indefinida, que establecería una «democracia real», o, al menos, un funcionamiento democrático suprimido por el régimen de la Troika y el autoritarismo que conllevó. Además, la convocatoria inicial a ocupar las plazas —que terminó dándole su nombre a la página y al grupo de Facebook del movimiento de la plaza Síntagma— se hizo bajo el título «¡Democracia real ya!», referencia directa a la Puerta del Sol de Madrid.

El movimiento de las plazas no tuvo éxito a la hora de sintetizar estas ideas en función de un proyecto político alternativo, ni tampoco logró generar una reorganización económica alternativa que fuera más allá del rechazo a la austeridad y al tutelaje de la Troika. En este sentido, compartió el carácter «negativo» de los levantamientos de la década pasada, definido por Alain Badiou en función de que su principal factor de unidad, cuando no el único, es el rechazo generalizado hacia los gobernantes. Ahora parece evidente que la ausencia de un proyecto alternativo, lejos de liberar a la política del peso de las «ideologías» y de las «grandes narrativas» —como nos quisieron hacer pensar muchos intelectuales posmodernos—, conduce a la impotencia y, en general, a una restauración reaccionaria, de la que la brutal dictadura de Abdulfatah al Sisi es el ejemplo más terrible.

Sin embargo, el principal límite del movimiento estaba en otro nivel, uno del que surgían, «en última instancia», todos los límites. No se trató solamente de la incapacidad de formular una alternativa global, ni siquiera de la imposibilidad de detener la votación del memorándum en el parlamento. De hecho, bien consideradas las cosas, estos objetivos parecían estar lejos del alcance de un movimiento heterogéneo y eruptivo cuya esperanza de vida se contaba en semanas. El problema decisivo fue que no contó con un marco organizativo —ni siquiera con un proyecto— capaz de elevar la lucha popular a otro nivel.

Con todo, nos dejó algunos elementos valiosos para emprender esta tarea. Básicamente, renovó el repertorio de la acción colectiva y estimuló muchas iniciativas locales de solidaridad, autoorganización y acción directa. Pero no elaboró una forma capaz de organizar y coordinar con autonomía la lucha popular durante el período siguiente, un límite que compartieron otros movimientos similares que irrumpieron en ese entonces y que sigue afectando a muchos que surgen en la actualidad. Entonces, el movimiento fue incapaz de atravesar cierto umbral de sus propias capacidades para desarrollar perspectivas alternativas más amplias e interactuar productivamente con otros actores políticos. Esta fue la causa principal de la discrepancia entre la impresionante fuerza del movimiento y su incapacidad de alcanzar resultados tangibles y positivos.

La capitulación

A primera vista, Grecia parece ser una excepción al principio de unidad estrictamente negativo definido —y criticado— por Alain Badiou. El ciclo de movilización popular de 2010-2012 condujo efectivamente a una transformación real de la escena política, de la que se benefició especialmente Syriza. Fue la única fuerza que mostró disposición a satisfacer la reivindicación de una ruptura política que surgió de las movilizaciones y que estas eran incapaces de conquistar por sus propios medios. En este contexto —siempre teniendo en cuenta el peso simbólico de la izquierda radical en un país que vivió una guerra civil y décadas de persecución anticomunista—, la propuesta de un «gobierno de izquierda antiausteridad» se presentó como una decisión de romper con la situación existente. A pesar de sus objetivos «negativos» o defensivos —poner fin a la austeridad y al tutelaje de la Troika—, se percibió en Syriza un intento de superar el rol tradicional de oposición subordinada que el sistema bipartidista asigna a la izquierda y de plantear la cuestión del poder en términos efectivos. Al menos en este sentido, Syriza emergió como una fuerza que comprendió la oportunidad planteada por la «crisis orgánica». Es una de las lecciones fundamentales que nos deja todo este período: la movilización popular es capaz de crear las condiciones para un desplazamiento hacia la izquierda pero, para que estas condiciones se materialicen, se necesita una propuesta política potencialmente hegemónica.

Esto también plantea el problema de las responsabilidades —y, en última instancia, del fracaso— de la organización que fue capaz de jugar dicho rol. A falta de un análisis sistemático, diremos simplemente que el problema de Syriza estuvo en su gestión estrictamente electoral de la dinámica creada por la movilización desde abajo, es decir, que contuvo el conflicto en los niveles necesarios para tener éxito en las urnas. Nunca propuso un plan para organizar la lucha popular, una perspectiva más general ni se preparó para enfrentar las condiciones más inmediatas que planteaba la posibilidad de un triunfo. Entre estas condiciones, una tenía una importancia estratégica decisiva: la confrontación con la UE y los mecanismos que previsiblemente utilizaría contra el gobierno que se atrevió a desafiar sus políticas, empezando con el «arma nuclear» del BCE, el euro.

La capitulación de Syriza no implica que no haya sucedido nada, es decir, que durante esos primeros siete meses de 2015 no se haya efectuado —y perdido— una apuesta histórica. Pero nos muestra que el momento de verdad no fue tanto el éxito electoral alcanzado por Syriza en enero de 2015, sino el hecho de que este triunfo haya intensificado el ciclo de conflictos previo, iniciado en 2010 y generalizado contra la voluntad de las figuras que la propia movilización había colocado en el gobierno. El momento de verdad llegó en 2015 con el referéndum sobre el paquete de austeridad de la UE. Aunque durante poco tiempo, la «primavera caliente» de 2011 efectivamente resucitó, no en la victoria electoral de Syriza, sino en la movilización del 3 de julio de 2015 en la plaza Síntagma y en el 61,3% de los votos por el «No» en el referéndum del 5 de julio.

Aunque el «No» rotundo provocó la sorpresa de todo el mundo, fue revertido unos pocos días después: en manos de aquellos que lo recibieron como una carga insostenible, se convirtió rápidamente en un «Sí» a la austeridad de la UE. De la noche a la mañana, cuando Alexis Tsipras firmó el tercer memorándum, Grecia dejó de ser un faro de esperanza para convertirse en un trauma del que la izquierda internacional no se recupera.

En cualquier caso, es fundamental que las enseñanzas que nos deja esta experiencia no se pierdan. La primera es que ni siquiera un movimiento de masas tan grande como aquel es capaz de brindar las soluciones necesarias a los problemas que plantea su propio surgimiento. La política sigue siendo necesaria y es a fin de cuentas el factor decisivo que informa el resultado de cualquier situación. Pero también quedó claro que no debemos consentir en cualquier propuesta política que se presenta como «la izquierda» y se rehúsa al mismo tiempo a elaborar los medios capaces de llevar al pueblo a la victoria.

Traducción: Valentín Huarte

jacobinlat.com/2021/08/12/el-pueblo-griego-estaba-dispuesto-a-luchar/

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