
Julien Gracq, la memoria del ojo
Un acercamiento al gran escritor francés y un paseo suyo por la ciudad del recuerdo
Uno de los últimos clásicos, sino el último era un caminante y viajero inagotable, que describía lo que veía y lo hacía con tal precisión que hacía que en el lector creciese el sentimiento de irrealidad, transportando al lector a una especie de sueño suave, teñido de melancolía. Su prosa recoge con finura los recuerdos revividos ante la visión de un paisaje, de sensaciones anteriormente vividas. Llamaba la atención el escritor sobre la falta de respiración de la literatura, él trataba, y lograba, insuflársela , deteniéndose en « el transcurrir del tiempo, de las estaciones, ya que el hombre es influenciado continuamente por la naturaleza, la tierra, las estaciones, el sol, el bosque que parecen estar vacíos de acontecimientos e incluso de contenido convencional, pero para mí, ahí está también el contenido, y muy importante. De hecho, creo que es prácticamente el único contenido de mis libros», guiado por su tenaz empeño de hallar el sentido, y desvelar la presencia de los humanos en la naturaleza a través del Logos, pues la belleza de la naturaleza no nos es entregada tal cual y de una vez por todas sino que exige, si de literatura hablamos, de la capacidad de representación, la que hace legible la esencia de los paisajes transitados. La inequívoca voluntad de mostrar « el sentimiento de maravilla única que es el haber vivido en este mundo y en ningún otro», sin evitar esta vena con el sentimiento del desastre presente en el tiempo por él vivido, sin abandonar el lirismo. Un tiempo que supere el nivel de animalidad de los seres humanos, más allá del trabajo y el consumo, aprobando la belleza de la naturaleza , en el flujo de su silencio , provocando una sensación de ligereza, en lectura de las cosas, en un balanceo entre el sueño y la vigilia…frondosas zonas que se turnan con extensas landas, lejos de los precipicios…como en un terco empeño por recuperar las cosas sobre las que parece pesar la amenaza de su desaparición. Se ha de tener en cuenta que para Julien Gracq el ojo conserva memoria y él se dedica a erigirse en testigo, y lo logra como brillante testigo.
Un constante deseo de escribir en el universo del imaginario y de las palabras por la redes de la memoria en una incesante y certera aventura de palabras por retomar la travesía propuesta por Bernhild Boie en la introducción de las Oeuvres complètes del autor en La Pléiade ( Gallimard, 1989).
Quien naciese el 27 de julio de 1910 y fue bautizado con el nombre de Louis Poirier en Saint-Florent-de-Vieil, adoptó su nombre literario, basándose en el personaje del Rojo y negro stendhaliano para el nombre y el grupo de personajes romanos para el supuesto apellido. Se mostraba celoso el escritor de este doble nombre: el uno, con el que se le conocía en su trabajo como profesor de geografía e historia en diferentes liceos, y el literario, defendiendo el compartimento que suponía hasta el punto de que ante algunos alumnos que se acercaron para elogiarle sus primeros escritos, le señaló que para ustedes aquí soy Louis Poirier. Ya desde su primera novela, En el castillo de Argol ( 1939), el éxito le acompañó, con elogios de Breton entre otros. Movilizado con el grado de lugarteniente fue destinado a las cercanías de la frontera belga, allá participando en los combates de Dunkerque fue hecho prisionero, siendo repatriado tiempo después y volviendo a su trabajo en diferentes liceos: Amiens, Paris, en el liceo Claude Bernard, hasta su jubilación en 1970.
En sus inicios de profesor en el liceo de Quimper, perteneciendo al PCF – militancia que abandonó con motivo del pacto germano-soviético-, y siendo miembro del sindicato CGT, mostró su interés por los colectivo, esfera que se deja ver en sus obras que se desarrollan en un entreveramiento de poesía, geografía y la historia. Hombre poco, mejor nada, dado a lo espectacular del mundillo de las letras, aspecto que había criticado sin ambages en su La literatura en el estómago, supuso que con ocasión de la publicación de El mar de las Syrtes( 1951), se comenzó a hablar de que se barajaba tal obra como candidata a ganar el prestigioso premio Goncourt, rumores ante los que el escritor se declaró no-candidato, a pesar de ello le fue concedido el premio que con absoluta coherencia Julein Gracq rechazó con gran revuelo y flashes…en contra de su espíritu reservado y humilde…de paseante solitario.
Jean-Louis Leutrat ( 1941-2011) en su « Julien Gracq» ( Shangrila, 2020) nos acerca con una prosa contagiada de la del retratado al personaje y a sus escritura. La obra se abre con algunas vicisitudes de la vida de Gracq de sus avatares sindicales, cerrándose con un Elementos para un biografía: los años profundos que en base a los escritos de Gracq va esbozando su vida, que queda oscurecida a partir de 1947 en la que los datos- según Leutrat- flojean, por no decir que se ausentan.
Si algunas fechas y periodos de la vida del escritor quedan señalados, el análisis de la obra se desliza por la vertiente de un lirismo, señalándose aquellos aspectos que en los escritos de Gracq cobran presencia, marcando la prosa y el modo de ser tratada. La atenta mirada alimentada en los sentidos y en una sensualidad a flor de piel conduce al escritor a ver más allá de lo visible a primera vista, con algunas constantes y figuras que se erigen en marca de la casa: el mar al fondo, sus rumores del mar y del mundo por extensión, las habitaciones vacías como centro, los jardines en los que aparece la blancura de sorprendentes mujeres, por lo inesperado, los espejos que hacen que se den unos límites borrosos, por su intercambiabilidad, entre los jardines y las mujeres; « ya no hallamos a una mujer en un jardín, sino una ciudad, o una península , que es mujer y jardín al mismo tiempo. Hay un intercambio de cualidades». Y se nos va dando cuenta de los gustos literarios y musicales del autor: Poe, Proust, Breton Baudelaire, Wagner, de Chirico, Vermeer, Piranesi, o los parentescos con, por ejemplo, René Char y la movilidad de las llamas de las aguas místicas. Y el rumor del mundo que Gracq no ve por qué no va a ser materia propicia de la escritura al igual que los es de la ópera, en una «tentativa de rivalizar con la música». Destacando el vocabulario de la visión, que hace que los personajes de En el castillo de Argol, observen sin cesar, mientras que los de El mar de las Syrtes permanezcan ciegos , sin obviar otras variedades en las miradas del mundo, penetrando el foco óptico por los pagos del casi, por los intersticios, mostrando su capacidad de ser un buen conductor entre-dos. Invaden los colores las páginas con los tonos de la bruma de Bretaña o los iridiscentes colores de las vidrieras de la catedral de Chartres…y la gama de colores, del blanco al negro y la fijación en los pliegues de los grabadores, por los lares de los lugares amados, con innegable importancia a Nantes, allá donde pasó años de adolescencia, Louis Poirier, y el tiempo se pliega y se despliega en los cambios de la ciudad, que, por otra parte, van acompañados de los cambios de la mirada del observador.
Tiempos de espera, de recuerdo, en una gama de temporalidades que como queda señalado, van asomando y dando pistas de cara al seguimiento de una vida: tiempos de formación, el internado y la escuela, la acumulación de lecturas para resistir, y la apertura al mundo por medio de los viajes y visitas a Bretaña, Hungría y los descubrimientos varios como el del surrealismo y el gusto por el cine, el ajedrez, el juego, y los tiempos de guerra, su condición de prisionero, su enfermedad, su magisterio, y sus opiniones intempestivas ante el ambiente cultural y literario, convertido en espectáculo y en modo de lograr ingresos y fama, brillos ( La literatura como bluff )…una vida escrita, leyendo y escribiendo.
Geopoética
La mirada del escritor estaba llena de recuerdos que su pluma revivía, elaborando una geografía sentimental , lo que queda plasmado con absoluta nitidez en su «La forma de una ciudad », en la que se mueve por su Nantes, ciudad cercana a su lugar de nacimiento, que fue la primera ciudad que conoció desde su niñez , viviendo posteriormente en ella desde los once a los dieciocho años. La ciudad como un ser vivo que transforma su forma, con cambios más rápidos que el corazón de un mortal- que dijese Charles Baudelaire- , borrando los lugares del recuerdo, inaugurando nuevas zonas, calles , avenidas y monumentos; en tal fenómeno, va a centrar su mirada Gracq buscando en su imaginario que intenta remontar a sus fuentes . La pregunta que recorre toda la obra, en la que se entrecruzan lo poético, la ficción y el montaje de registros diferentes, es el papel que en la formación de su persona ha jugado esta ciudad y la exactitud descriptiva toma la página propia de un avezado topógrafo y urbanista que da cuenta de las calles, de los parques , edificios y las transformaciones que han experimentado con respecto a los recuerdos personales del muchacho que el escritor fue en aquellos tiempos, en aquella ciudad.
Y los árboles cobran presencia con su simbología asociada, y vamos derivando como el clinamen lucreciano a modo de deriva filosófica, con la suavidad del deslizamiento del río Loira en un espíritu viróvago, moviéndonos en las encrucijadas del tiempo y el paisaje, la memoria y el ensueño, la emotividad, en una atmósfera-como le gustaba decir a Gracq- féerica , en constante contemplación que supone una inmersión visual, alimentada de palabras, de imaginación, empapada de elegancia, belleza, lirismo, en el cruce de los perceptos y los afectos de los que hablase Gilles Deleuze.
Somos trasladados a los años veinte del siglo pasado y se va dando cabida a los cambios experimentados, al paso de la niñez a la edad adulta, al recuerdo de los tranvías ( que vuelven a recuperarse), a los adoquines, de la plaza san Marcos veneciana, que juegan el papel de la magdalena proustiana, y invaden la página los olores de la industria de antes, y somos acompañados en la visita por las imágenes de de Chirico o Delavux…y Gracq revive las sensaciones de los domingos, las visitas al Jardín botánico ( nada del otro mundo se gún cuenta) y el recurso a Jules Verne como salvación ante el tedio. No se ignorar los tiempos e cuartel, con motivo de la mili, y las visitas a casa de su abuela en donde las conversaciones con una mujer que la acompaña, Angèle, le anima el día. Visitas a los museos de la ciudad, y el desaliño monumental que a Gracq le recuerdan al que se da en Madrid. Y el puerto, el estuario sin tanta personalidad como los de Burdeos o Ruán, y el transbordador tantas veces visto y tomado, y…postales del carnaval, y su gusto por los juegos, muy en concreto por el rugby…y las calles rebautizadas…« yo crecía y la ciudad cambiaba conmigo y se remodelaba , ahondaba sus límites, profundizaba sus perspectivas, y sobre este impulso – forma complaciente con todos los impulsos del porvenir, única manera que tiene de existir en mí y de ser verdaderamente ella misma- no termina de cambiar».