
Si, Bwana; Si Bwana. Cine de aventuras coloniales
Antaño, África era “el continente negro”, un espacio para grandes aventureros que mostraban la superioridad del hombre blanco frente y por encima de tribus oscuras y ululantes que atendían hostilmente sus favores…
Considerando que, aparte de los documentales de Martin Johnson y su intrépida señora, el cine de aventuras africanas se rodaba en los estudios, y con muy escaso presupuesto, el estreno de Trader Horn puede considerarse un acontecimiento de tanta importancia como le tendría veinte años más tarde Las minas del rey Salomón, que marcó un punto de inflexión en el cine de aventuras en tecnicolor, y a pesar del tiempo transcurrido, todavía mantiene un interés testimonial de primera magnitud.
La casi legendaria Trader Horn (1929) fue producida para la Metro por Irving Thalberg y James McKay, con guión de Richard Schayer y diálogos Cyril Hume a partir de la adaptación por Dale Van Every y John Thomas Neville del libro homónimo (1927) de la periodista sudafricana Ethelreda Lewis que había sido un auténtico «best sellers», la fotografía corrió a cargo de Clyde de Vinna, y conoció éxito considerable cuyo principal mérito recae sobre su inquieto director, W. S. Van Dyke (San Diego, California, 1889-Los Ángeles,1943), formado en el campo del documental.
Durante el primer lustro del sonoro cultivó el cine de aventuras desde el documentalismo, con expedición arriesgada incluida, hasta la fantasía, con base en los Estudios de Metro-Goldwyn-Mayer, Ie compañía para la que trabajó ininterrumpidamente desde el ocaso de los años veinte hasta su fallecimiento, Tarzán de los monos ejemplifica el segundo extremo, así como el film mudo reconvertido en sonoro White Shadows in the South Seas (con intervención de Robert J. Flaherty, 1928, Sombras blancas), Trader Horn (1931, y Eskimo (1933) son célebres paradigmas del primero, fundamentados por itinerarios a los mares del Sur, el África negra y la zona ártica de Alaska. En aquellos tiempos realizó también The Pagan (1929, El pagano de Tahiti) y Nevel the Twain Shall Meet (1931, Prohibido), dos melodramas en los parajes del Pacífico. Van Dyke fue pionero en el respetuoso tratamiento de los nativos de territorios ajenos a la civilización occidental y en la captación auténtica de paisajes remotos.
El rodaje en África duró siete meses y requirió la colaboración de un extenso equipo formado, en palabras de Van Dyke, por treinta y cinco blancos, ciento noventa negros, cuatrocientos camiones un generador y dos unidades de equipo para el sonido. Este equipo se vio obligado a recorrer más de 20.000 kilómetros Según los títulos de crédito, los exteriores se rodaron en el Congo Belga, el Sudán anglo-egipcio, Tanganika, el Lago Victoria, Masdini, Butabia, Panaymur, Murchison, el Lago Alberto y Kenia. Gran parte del material filmado en África tenía enorme valor desde el punto de vista documental y enriqueció extraordinariamente la película, y de paso, toda la serie de Tarzán producida por la MGM.
La expedición partió del Havre, luego atravesó el continente europeo para tomar otro buque en Génova y Ilegó a Mombasa, con la actriz Edwina Booth enferma a causa de una insolación en la travesía. Ésta no se recuperó totalmente sino que, falta de defensas, tuvo continuos problemas de salud a lo largo de un ya de por sí penoso y arriesgado itinerario por tierras africanas que incluiría el paso por Kenia, Tanganika, Uganda, Sudán y el Congo belga y se extendería hasta el mes de noviembre; pero, imitando a su personaje, se unió sentimentalmente al actor Duncan Renaldo. Para colmo tuvieron graves complicaciones médicas con la protagonista Edwina Booth que se haría célebre como la «Diosa blanca»..
Pero el viaje tuvo la recompensa de un material filmado inapreciable que cubren la parte documental, sin duda la más atractiva todavía de la película, sobre todo en el veraz retrato que ofrece de las diferentes tribus, algunas de las cuales son descritas en su vida cotidiana, hablando su propia lengua, forjando hierro, con sus mujeres, ancianos y niños, así como por el impresionante despliegue de fauna animal. Se puede afirmar que el cine no alcanzaría ya nunca más semejante grado de veracidad, y el propio Trader Horn comenta al iniciar la película que la manada de elefantes que acaba de ver ya nada tiene que ver con las que había visto antes.
La película relata durante dos horas de metraje abigarrado las vicisitudes del veterano cazador de Trader Horn (Harry Carey, un actor muy apreciado por John Ford con un gran prestigio en el “Western” mudo, y al que John Wayne imitó en su estilo, encarna a un inocente traficante de marfil que consigue a cambio de bolsas de sal, y que él mismo se autocalifica como el «hombre que más sabe de África». Bien equipado de quincalla, armas de fuego, alcohol o, incluso, dinero, sabrá ganarse el interés y el respeto del autóctono, atónito ante un espejo de mano. Por contra, el blanco consigue mercancías valiosas en el mundo «civilizado»: pieles, metales preciosos, colmillos… El protagonista les cambia a los africanos marfil por un saco de sal.
En una de sus excursiones al interior de la selva se dedica a adiestrar a Peru (Duncan Renaldo), un jovencito hijo de uno de sus mejores amigos y provisto de tanta curiosidad como encantadora ingenuidad, y que de tanto en tanto suelta alguna frase en castellano. Les acompaña el muy sobrio ayudante negro Renchero (Mutia Omoolu), que se muestra tan fiel y sumiso con Trader como despótico con sus subordinados en el safari para los que reserva su ración de látigo. En su trayecto se encuentran con la misionera Edith Trent (interpretada por Marjorie Rambeau que sustituyó a Olive Golden, la señora de Carey impuesta por éste), que es también la madre de la chica protagonista, y viuda de otro misionero al que los indígenas habían matado. Aparece animosamente, y Horn le dice al muchacho: «Es tan valiente con su Biblia como yo con mi fusil». Más tarde la encuentra muerta, y la entierran bajo las piedras, al resguardo de los cocodrilos
El grupo atraviesa la selva en un paseo repleto de anotaciones documentales, en busca de Nina (Edwina Booth), que trata a su tribu, los caníbales isorgis, a latigazos y que aparece vestida únicamente con su larga caballera rubia. La encuentran en un poblado de aguerridos salvajes dispuestos a combatir ferozmente cualquier invasor. En un principio, ella aparece como su despótica reina, y se muestra extremadamente cruel con los componentes de los safaris, incluso el trío está a punto de ser asados vivos en una cruz invertida. Sin embargo, Nina, que no entiende más que el dialecto de la tribu, no resulta indiferente a las lánguidas miradas de Peru, lo gran escapar después de superar las pruebas de atravesar la sabana sin armas, y disputar la comida a las fieras, son casi alcanzados por la tribu despechada, y en la movida por escapar, Renchero que ha optado por quedarse con su amo, muere, lo que provoca un momento de ternura varonil en la que Carey (todavía con los registros expresivos del cine mudo) llora la pérdida del “mejor portador de rifles de toda África”. Al final, la romántica pareja abandona el lugar en un barco que provoca en ella el estupor, mientras que Trader Horn rechaza la invitación de acompañarles, y se queda en su África esplendorosa, acompañado por unos nativos que «son como niños», junto momentáneamente con un comerciante amigo que tiene el rostro familiar de C. Aubrey Smith.
La película fue un éxito considerable, y se convirtió en un “clásico” en el sentido más pleno de la palabra, al verla es fácil recordar muchas películas de después De ahí que los votantes de la Academia lo eligieron como candidato al premio para el mejor film de la temporada 1930-1931. También suscitó cierta polémica, y fue percibida por los negros norteamericanos como un claro manifiesto sobre la superioridad racial blanca. Durante muchos años se llegó a decir que la escena en la que un nativo muere en las fauces de un cocodrilo fue real, y sirvió de acusación contra los autores, sin embargo, vista en perspectiva, Trader Horn no resulta más racista que otros títulos célebres, e insistimos, y respira mucho mayor autenticidad que todo lo rodado que otras realizaciones ulteriores gracias al trabajo documental de su director, quien además de cineasta fue un aventurero. Todavía sorprende la proximidad agresiva de algunas escenas con animales salvajes que fueron rodadas con cámaras a dos pasos por lo que resuma una autenticidad que raramente se advertiría en películas ulteriores.
Cuando se estrenó el film, Renaldo fue detenido por entrada ilegal en Estados Unidos, lo que le supondría después cerca de dos años de estancia en prisión.. productora a causa de su enfermedad. Esta historia dio pábulo a las revistas de la época, y se llegó a decir que Trader Horn fue la primera y la última película de Edwina. Pero la verdad es que Duncan rodaría algún título de la serie B junto a su pareja en la selva y la vida real, Duncan Renaldo; de hecho continuaba viva en la década de los cincuenta. En lo que a Renaldo se refiere, alcanzó una relativa popularidad en el mercado doméstico interpretando el serial del Far West, Cisco Kid. Si bien la publicidad pretendía que era oriundo de México, en realidad era rumano aunque hablaba castellano como lo ponen en evidencia la propia película, y a falta de otras virtudes tuvo el mérito de vivir lo que rodaba con bastante proximidad.
Años más tarde, el estreno de Las minas del rey Salomón (1950) convirtió de un tirón en “antiguos” todos los anteriores del cine de aventuras en las selvas africanas. Su producción se inserta en una ambiciosa programación por parte de la MGM por recuperar éxitos reconocidos del cine clásico con mayores medios, actores famosos, y con la brillantez del tecnicolor que comenzaba a hacerse imprescindible en toda gran película de aventuras. El método funcionaría perfectamente en la primera mitad de los cincuenta con títulos como Quo Vadis? o El prisionero de Zenda.
Ya se había realizado una versión de Las minas… en 1920, sobre la que no existen noticias, y otra en 1937 que presenta no poco puntos de interés. Producida por la Gaumont, fue dirigida por el entonces prometedor Robert Stevenson. antes de ser escogido como el director predilecto en todo tipo de películas familiares de la Disney Factory, aunque antes se distinguiría en diferentes géneros en Hollywood en general con bastante solvencia. El director de la segunda unidad fue Geoffrey Barkas, quién rodó las escenas africanas. Aquí nos encontramos con un más bien profesoral Allan Quatermain interpretado por una nada galante pero muy convincente Cedric Hardwicke, aunque el protagonista en la cartelera fue el famoso cantante (y comunista) negro norteamericano Paul Robeson, como el rey destronado que, aparte de saber luchar por reconquistar su reino milenario, también muestra que sabe cantar desde los lugares más insospechados. Le acompañaron, Roland Young que pone el moderado toque humorístico como el comandante Good, John Loder como el intrépido Henry Curtis, y Ann Lee como una sonriente muchacha irlandesa, Kathy O´Bien que busca también a su padre, un minero un tanto beodo que, después de tratar de encontrar el diamante que lo haga rico en Kimberley, se una a la expedición del mítico Quatermain. Entre los secundarios aparecen algunos nativos. La película comienza con el diario de Allan Quatermain entre 1881 y 1882, que narra en primera persona lo que acontecerá hasta que el rey cruel, junto con la matusalén que guarda las minas, sea depuesto. Stevenson no se distrae apenas con la fauna y la flora africana, y se atiene más fielmente al original literario. Aunque haya sido olvidado por la versión en tecnicolor, todavía resulta un film agradable, aunque también muy apagado en contraste con la novela.
En la adaptación de 1950 la abigarrada trama novelesca fue debidamente aligerada, hasta el punto que la lectura de la novela ofrece la sensación de tratarse casi de una historia diferente. Aquí, más que las míticas y fabulosas minas del rey Salomón, e incluso que las preocupaciones paternales con los “amateurs” por parte del escéptico cazador inglés, tienen menos peso que el despliegue de fauna salvaje que ahora era contemplada con los brillantes colores de la Metro, y compone la parte más seductora y memorable de la película. Es el viaje el que realmente importa, más que el objetivo de una expedición llena de peligros, en la que el grupo humano blanco (nadie adquiere siquiera la entidad del “Renchero” de Trader Horn) se interna en territorios desconocidos e Inexplorados, en los que se encuentran tribus hostiles, una de ellas liderada por un oscuro alcohólico, pero sobre todo con una estampida tan apabullante como la carrera de cuadrigas de Ben-Hur; no en vano fue también obra de Andrew Marton. A pesar de sus atractivos, la película sacrifica claramente el espíritu de aventura filosófica y moral, de conquista de un mundo nuevo descrito en tonos fantásticos, de la pasión de Haggard por un paisaje que recuerda el de la creación. El peligroso safari se ha convertido en una excursión por los bosques, las selvas, los pantanos y los ríos, con un repertorio de animales salvajes que recuerdan un instructivo recorrido zoológico que causaron la admiración de un público que hasta entonces no había podido contemplar semejantes maravillas con las maravillas del color tecnicolor; se puede decir que –como ocurría en Trader Horn, lo que mayor impacto causó fueron sus aspectos documentales en color, algo que iluminó la imaginación africana del público.
Aunque, con su tono impersonal, la trama no consigue suscitar la impresión de graves peligros, el rodaje si que necesitó de la organización de una verdadero e imponente expedición. Se trataba de un equipo compuesto por más de 200 personas, a las que se unieron 5.000 extras de la tribu masaï. En avión, en coche, en barco ya pie, actores, técnicos y sirvientes recorrieron más de 20.000 kilómetros a través de Kenia, Tanganika (hoy Tanzania), Uganda y Ruanda. El lago Victoria, las alturas del monte Kenia, el Nilo en las cataratas de Murchinson y las llanuras del parque Serengeti fueron el escenario. Así resultó que si bien en la película, el “safari” da la impresión de resultar un paseo, también era verdad lo que el actor Richard Carlson, escribió en sus crónicas para la revista Colllers, y en las que se hacía eco de las penosidades del rodaje. Granger cazó un gran león de melena negra en un día de descanso, y el equipo destacó la entereza con que la Kerr asumió el rodaje de las escenas más incómodas de la producción. Los rigores de clima hicieron fuerte y amplia mella en el equipo, y en contraste con lo que sucedía en la película, resultó ser la delicada Deborah Kerr la que mostró más resistencia y vitalidad.
No obstante, hay constancia de la existencia de un conflicto entre uno de los directores, Campton Bennett (1900-1974), que será recordado por su primera y mejor película, El séptimo velo (con un pletórico James Mason) quien al parecer había deseado al ya decadente Errol Flynn como el veterano y forjado guía antes que un Stewart Granger que contaba entonces con 37 años, y que se convertiría en unos de los galanes más notables del cine de aventuras de la Metro a lo largo de la década), a su parecer mucho más blando. Sin embargo, Granger resultó hasta tal punto convincente que se convertiría en un Allan Quatermain insuperado, y por extensión en un actor “modelo” para el personaje como demostrará una década más tarde en El último safari. Al regreso a Hollywood la Metro decidió apartar a Bennett del rodaje y confiar los interiores restantes a Andrew Marton (Budapest, 1904), que se había encargado hasta entonces solamente de la segunda unidad, sería quien realizaría más de la mitad de lo seleccionado en el montaje final. Luego, a pesar del éxito de la película, ni uno ni otro gozaría de una oportunidad similar.
Como es sabido, para cumplir con las convenciones de Hollywood, la guionista Helen Deutsc no dudó en transformar al profesor Curtis en una linda Elizabeth Curtis quien, acompañada de su hermano, está dispuesta a correr todos los riesgos posibles para encontrar el rastro de Henry, su marido perdido durante la búsqueda de las inaccesibles minas del rey Salomón (que, por cierto, luego no son para tanto; todo se resuelve en el último tramo del film). El papel de la señora Curtis se le encomendó a Deborah Kerr, un prodigio de profesionalidad que inmediatamente después sería otra delicadísima dama en Quo Vadis? (1951). Curiosamente, a pesar de su fragilidad y delicadeza, Deborah Kerr al parecer se moría de ganas de hacer una película en África; luego se casó con el guionista, Paul Viertel, muy ligado con África. Las vicisitudes de Elizabeth Curtis recuerdan a los de “Jane” en Tarzán de los monos, con sus distinguidos y deliciosos modelos «estilo cacería» y, su tesón por superar duras pruebas como cuando se le enredan sus largo y dorado cabello (se lo corta sin contemplaciones). Gesto y actitudes que serían luego debidamente imitados, y tienen mucho mayor encanto que consiguiendo, en plena selva, unos rizos envidiables. Les acompañó Richard Carlson (un habitual del cine fantástico, en el que destacó en títulos como La mujer y el monstruo), en el papel del hermano de la esposa del explorador perdido.
El personaje de color Umbopa, determinado a reclamar sus derechos al trono de la tribu watusi, corrió a cargo de un individuo de esta altísima etnia, Siriaque; y aunque su papel es escueto y de escasas palabras, causó una gran impresión en una época en la que los documentales sobre África estaban todavía por inventar. Umbopa, el guía, en realidad el legítimo rey de la tribu que guarda las minas, y que, después de haber guiado a los protagonistas blancos hasta ellas, aún les salva la vida. La impresionante presencia del Watusi Barlga, como el rey Umbata, cuya figura es «como el espíritu de un antiguo faraón» según Haggart, causaron sensación
Como es sabido, estas minas conocieron un éxito rotundo, y diversos reestrenos (el último a principios de los años ochenta). A pesar de su tono convencional, de sus evidentes torpezas narrativas (amén del absurdo argumental de contar una historia sin regreso), contiene elementos que la hacen memorables (“entrañables” para toda una generación) como la gran variedad de sus paisajes, un territorio que abarcó una extensión de 14.000 millas cuadradas, las vistosidad de tribus nativas con sus bailes, sus cantos a y sus ritos auténticos, la utilización de la entonces prácticamente desconocida música africana perfectamente «calzada”en el conjunto de una acción que alcanza mayor relieve por la ambientación. Esto sin olvidar, el “feeling” de la pareja protagonista de Granger-Kerr (que repetiría en una obra maestra como El prisionero de Zenda). La fotografía «sentó cátedra» y le valió un merecido Oscar al norteamericano Robert Surtees (1906-1985), que lo volvería a ganar con Cautivos del mal (1952), y con Ben-Hur (1959).. Quizás, por primera vez en Hollywood, se vistió de espíritu conservacionista, lo que se muestra ya inicialmente con el repudio de Quatermain por la frivolidad de los turistas, y sobre todo por una frase lapidaria del guión: «Hay veces que prefiero a los animales antes que a los humanos», con la que la mayor parte de los espectadores estarían de acuerdo (aunque seguramente también a ellos suspiraban por hacer un «safari de película»)
Anexos
1. El novelista. El cine contribuyó poderosamente al reconocimiento y difusión de la obra del novelista. Henry Rider Haggard (Norfolk, 1856-1925), hijo de un abogado y educado en Ipswiich. Cuando se preparaba para seguir sus estudios de etología en 1875, la casualidad quiso que un vecino de Norkfolk, sir Henry Bulwer, fuera nombrado vicegobernador de la colonia surafricana de Natal, y el padre de Rider decidió recomendar a su hijo para que fuese la África, de la que regresó en 1880 con la intención de acabar ejerciendo la abogacía a pesar de sus tímidas tentativas de novelista con dos obras Amanecer y La cabeza de la bruja. Pero en 1885 Haggard leyó La isla del tesoro, que constituyó un gran éxito de venta, se entusiasmó, y decidió que el también haría una novela para público infantil, un nuevo libro para el que reunió varios materiales: “las minas del oro del Gran Zimbabwe, la figura de gran cazador blanco que era todo un mito en Suráfrica, Frederick Selous, y una tribu a la que admiraba profundamente, los zulúes. En el Gran Zimbabwe situó minas de Ophir, convirtió a Selous en Allan Quatermain ya los zulúes en kukuanas. El rey kukuana fue utilizado en la ficción como Umbopa. Umbopa tenía también un modelo en la realidad: el hijo de un antiguo jefe de la tribu Swazi, llamado Umslpogaa. Este príncipe swazi había servido como guía a Haggard durante primer viaje a Pretoria, cuando atravesó la cordillera Drakensberg.
El escritor dijo de Umslopogaas que tenía «una estatura artúrica», en referencia al Rey Arturo, héroe de la mitología inglesa»(Javier Reverte). Aunque claramente inferior a R. L. Stevenson, Haggard fue magnificado por autores tan dispares como Rudiard Kipling y Graham Greene, y sus principales libros siguen siendo reeditados en ediciones populares. En 1887 publicó una continuación “Allan Quatermain”, y el mismo año la mejor de todas su novelas, Ella (She), ambientada también en África, y sobre la que el cine, la primera fue una producción de Merian C. Cooper dirigida por Irving Pichel (más tarde unidos en la extraordinaria El malvado Zaroff), con Heken Hahagan, Randolph Scott, y Nigel Bruce, y la segunda producida por la Hammer, dirigida por el mediocre Robert Day, con Ursula Andress, John Richarson y Christopher Lee, y ambas bastante decepcionante si consideramos la fuerza y la belleza del original.
El modelo que utilizó Haggard para componer su Quatermain no fue otro que el prestigioso cazador Frederick Selous, uno de los héroes míticos de la colonización británica, y según la leyenda, todo un señor (aunque –como veremos- no tanto). El novelista inglés Evelyn Waugh, que recorrió la colonia de Tanganika en 1958 para escribir Un turista en África, contaba que, en Salisbury, la actual Harare, aún vivía en esos días una nieta mestiza de Selous, ya que el gran cazador tuvo una novia negra antes de regresar a Europa para casarse con una noble inglesa. Todavía en Zimbabwe, los descendientes de Selous explotan las ricas tierras que ganó por sus favores a Rhodes, y hay una marca de excelentes botas de caza, fabricadas con piel de búfalo, que llevan su segundo nombre: Courtenay, Aparte de sus míticas peripecias como cazador, Selous contaba con otros méritos como haber escrito contra la voracidad de Rhodes y denunciado su actitud frente a los nativos.
Tampoco su opinión sobre los boers no era precisamente diplomática: “Mentalmente son las más ignorantes y estúpida de toda las razas humanas, no tienen ni una décima parte del valor de los zulúes”. Pero hubo un momento en que Selou tuvo que pagar la prueba de toda persona honrada según Esquilo, la de rechazar el premio de la riqueza. Así ocurrió que, cuando Rhodes lo necesitó en junio de 1890, cuando las tropas de éste estaban dispuesta a partir desde el Transvaal hacia el norte. A pesar de que se componía de doscientos colonos bien pertrechados, la Pioneer Column, a los que, además, protegían doscientos policías montados, el Pioneer Corps. Al mando de la expedición estaba otro caballero, el oficial inglés, Frank Johnson. Pero esto era insuficiente dado el terreno, y Rhodes tuvo claro que, como en las películas, estaba necesitado de buen guía con la capacidad de Selous, el único que conocía bien las tierras de Lobengula que se disponía a conquistar pasando por encima de todos los acuerdos y tratados.
No parecía Selous, con todos sus artículos contra el Rhodes, dispuesto a trabajar en una empresa semejante, digna de un miserable dispuesto a todo por conseguir unos yacimientos. Sin embargo, Rhodes era de los que opinaban que todo hombre tenía un precio, y no se equivocó. Claro que Haggard ya había escrito sus novelas sobre Quatermain. Su precio fue dos mil libras esterlinas al contado, más cien concesiones de la compañía De Beers para explotar las minas de los nuevos territorios, así como una granja de veintiún mil acres en el Mashonaland, la región de los shonas, aparte de un salario diario de dos libras y media.
Por la importancia de su cometido, Selous fue nombrado adjunto de Johnson en el mando de la expedición. La expedición fue un éxito, y cuando llegó la noticia, Rhodes declaró “Sin disparar un solo, hemos ocupado lo que probablemente son los yacimientos de oro más ricos del mundo”. El precio sin embargo fue terrible.
Uno de sus biógrafos, G. Millais, escribió luego estas encendidas líneas: «Selous descansa junto a otros gentiles, camaradas que cayeron a su lado en el corazón de África, lejos de su hogar y de sus seres queridos. Parecía justo que reposara en la tierra de sus sueños, donde tanto trabajó y donde su nombre no será; nunca olvidado. Ningún mausoleo registra sus proezas, sólo una simple cruz de madera lleva su nombre al pie de un tamarindo y en la densa selva, donde el canto del cuco anuncia el alba y el rugido del león entona su réquiem al anochecer». Selous fue, sin duda, un acabado prototipo de la cultura imperial británica. Respetaba a los nativos, sin embargo, yen especial el valor de los zulúes. No obstante, a cambio de un salario imponente para la época, participó en la aventura de Rhodes en Matabeleland y ayudó a acabar con la independencia del pueblo ndebele. Era un aventurero de corazón romántico (aunque no tanto) muy admirado en su tiempo, inspiró a Rider Haggard para crear su personaje de Allan Quatermain y él mismo escribió buenos libros sobre África.