Vida y cartas de John Keats

VIDA Y CARTAS DE JOHN KEATSLord Hougton


 

Ediciones Imán

Buenos Aires – Argentina – 1955

Traducción del inglés y Nota Preliminar de Julio Cortázar

 

 

NOTA PRELIMINAR

 

En un período de la estimación literaria donde la biografía novelada suscita considerables resonancias, esta versión española de un libro literal y severo complacerá el rigor de quienes anteponen el friso mismo –borroso o resquebrajado- a la restauración conjetural de sus imágenes, y prefieren en última instancia integrarlo con presunciones propias a tolerar blandamente la versión mediatizadora de un tercero.

 

Publicada a treinta años de la muerte de John Keats, cuando se clausuraba una dimensión agotada por Coleridge, Hazlitt y Lamb, esta biografía se propone como base satisfactoria de la columna que la critica posterior (Arnold, Swiburne) y la contemporánea (Colvin, de Selincourt, Middleton, Murry), habrían de erigir en reconocimiento y testimonio de una alta obra poética. Su insustituible mérito reside en el rechazo de toda fábula desnaturalizante, en la liquidación definitiva de la “leyenda Keats”; como lúcidamente lo advirtió Lord Hougton, la verdad no exigía en este caso el montaje crítico; bastaba ceder la palabra al mismo Keats, limitándose por su parte a mostrar el orden y las circunstancias en que transcurre su correspondencia, cubriendo las etapas de silencio con una sobria y casi siempre significativa información.

 

Los estudios definitivos en torno al poeta y al hombre Keats vierten sobre esta “vida” una melancólica luz de cosa añeja. Carecen ya de vigencia gran parte de los pareceres del autor en materia de poética; con frecuencia sus reparos señalan paradójicamente los más puros valores de la lírica de Keats –al modo dialéctico e inevitable del reparo académico a la generación joven-, y la trascendencia de poemas como la serie de Odas o el significado de una empresa como Hyperion, le son fundamentalmente ajenos. Y así lo encontramos apuntando con bondadosa inquietud que “muchas veces las palabras parecían escogidas por Keats de acuerdo a su fuerza y armonía, y no a las justas reglas de la dicción”. Se lo verá con frecuencia preocupado por justificar y explicar la actitud hedonista del poeta; lo hará con noble valentía, pero sin entusiasmo. Su intuición de los valores líricos le afirman la presencia incontestable de la poesía; por sobre ella, una tradición cargada de malosentendidos (cuya suma equivale casi siempre a lo que se da en llamar tradición) le veda en ocasiones admitir racionalmente algo que su sentimiento reconoce y acoge. Es en frases bellamente huidas a su vigilancia donde recogeremos la sustancia más perdurable de esta biografía.

 

Superada está también la estimación de los contemporáneos del poeta, a muchos de los cuales conoció personalmente Hougton con los resultados deplorables que tal accidente suele acarrear a la crítica. Importa advertir –como primer asomo a este ámbito de viril ternura en que verá el lector moverse a Keats-, la gravitación de los amigos en su vida, pensamientos y estética. A diferencia de los amigos de Byron, espejos para su petulante contemplación, y los de Shuelley, camaradas en la lucha y sólo en ella, los amigos de Keats giran en torno de él como planetas de órbita y volumen desiguales, suscitando y exigiendo de la estrella central una ejercitación armoniosa de fuerzas, un pulso rítmico semejante al que imaginaron los griegos en la mano de Helios rigiendo sus corceles. En la vocación y saber de cada uno, antes que en las disciplinas escolares, indagó Keats una parcela de realidad, dándose a su vez fraternalmente. De ahí la importancia que asumen los camaradas de la adolescencia y los de la madura juventud. Hougton traza de ellos una pintura convencional –sobretodo en Charles Cowden Clarke y Charles Armitage Brown-, y sin relieve suficiente en Leigth Hunt, Bailey, Haydon y Reynolds. Su personalidad asomará mejor en el texto de las cartas de Keats, sutilmente matizadas según escribía a Bailey, a Reynolds o a Woodhouse. (Señalemos de paso el significativo índice de tensión lírica que supone una correspondencia tan varia y por la cual puede Keats comunicar y adherir en materia poética con múltiples camaradas…).

 

El tercer reparo contemporáneo que cabe a esta biografía surge dela demasiado recatada crónica del amor de Keats por Fanny Brawne, y la desproporción insólita que para un lector inadvertido mostrarán las alusiones a ese amor frente a la horrible violencia que se desgaja de sus cartas finales. Escrito en vida de Fanny Brawne, el texto irá dando por sí mismo las razones de su discreción ya inaceptable; es evidente que la omisión de las cartas del poeta a su novia (que probablemente no conociera Hougton), crea en las páginas finales un penoso desequilibrio y desdibuja la fisonomía del héroe en su postrera batalla contra el amor y la muerte. Urge por tanto incorporar a nuestro idioma esa correspondencia donde el desgarrante dilema entre la pasión y la libertad poética encontró su más trágico protagonista.1

 

Fijadas con lealtad necesaria las limitaciones de este estudio, merece señalarse la trascendencia de su primera versión española. Hay ante todo una razón histórica y aún metódica. Hablando en términos generales, la poética y la vida de Keats son mal conocidas en nuestro medio donde las entronizaciones románticas al modo magistral perviven universitariamente en coincidencia con nuestra general rémora literaria, y donde los poemas de Byron y Shelley ahogan en los manuales el canto más libre y desinteresado de Keats. Terreno casi virgen es éste en que hoy incidimos, y nos ha parecido elemental partir con criterio docente de un libro ya sobrepasado pero que proporciona sólidas bases: fidelidad histórica dentro de un modo que el mismo poeta conviviera, profusión de textos epistolares –donde la poética de Keats irrumpe oscuramente luminosa-, atisbos sobre la génesis de las obras capitales: Endymion, las Odas, Hyperion. A este estudio deberán agregarse en el futuro los de la crítica contemporánea; Sidney Colvin, de Selincourt, Amy Lowell, John Middleton Murry, así como a las raras y felices versiones de un Luis Cernuda seguirán acaso otras que salven los versos de Keats de la suerte lamentable que ya le cupo en alguna antología de la poesía inglesa en español.

 

En segundo término, la obra de Lord Hougton ofrece al lector no especializado holgada posibilidad de ahondar el clima literario, las apetencias estéticas y los módulos de vida en que el poeta cumpliera su tan breve itinerario. La crítica de nuestros días da por sentado que el estudiante inglés no ignora tales estructuras culturales y prescinde por lo común de toda minucia anecdótica para acceder verticalmente a la poesía misma de Keats. Nada mejor, pues, que adelantar previsoramente este librito lleno de amor inmediato y experiencia directa, fresco preludio donde el poeta perdura tal como lo vieron sus contemporáneos, tal como lo lloraron las estrofas del Adonais de Shelley.

 

Conviene señalar que esta biografía no incluye, aparte de los poemas o fragmentos interpolados en la correspondencia de Keats, sus obras capitales. Además de Hyperion, Endymion, Isabella y los restantes poemas extensos, faltan las Odas y La Belle Dame sans Merci. Erraría gravemente quien apoyara un juicio en los pocos versos aquí recogidos, en su mayoría improvisaciones incorporadas al texto de una carta y que el mismo Keats suele juzgar severamente a renglón seguido. (Exceptuemos algún soneto, el maravilloso fragmento de la Oda a Maya, la epístola a Reynolds y los versos a Fanny.) A ello se agrega el obstáculo de toda traducción; hemos preferido incluir el texto original y la equivalencia verso a verso del pensamiento, sin pretensión alguna de correspondencia formal o lírica – allí donde la pretensión no suplanta a la gracia. En lapoesía de aquel que suspiraba por “una vida de sensaciones antes que de pensamientos”, magro resumen puede ofrecer una versión que renuncia –en cuanto no se lo propone deliberadamente- a recrear ritmos, aliteraciones y correspondencias. Cíñase el lector al ámbito y la intención que delimita ya el título del libro: vida y cartas. Lo otro (como todo lo que verdaderamente importa) deberá buscarlo por sí mismo.

 

En 1818, Keats proyectaba un viaje a América que sus poemas cumplieron por él después de una prolongada demora. Espejo de lentas réplicas. Hispanoamérica debía superar la despótica fiebre byroniana antes que el mensaje de Shelley y la desprendida voz de Keats ingresaran sucesivamente en su conciencia lírica. Terminaba ya el siglo XIX cuando el desorden despectivo de Manfredo y de Konrad fue alcanzado por el grito profético de Prometeo, y más tarde (siempre escondida, furtiva, por pocos gozada), la melodía pánica del ruiseñor “que no nació para la muerte”. La crítica inglesa cumplía ya la tarea lustral de fijar los valores de la poética de Keats y concluir con el malentendido –hidra siempre renovada- de su sensualismo que una tradición llena de adherencias racionalistas y gnómicas había condenado. Y si en España –para ir ya acercándola a nosotros-, Menéndez y Pelayo concedía pluralidad de páginas a Byron y a Shelley en su Historia de las Ideas Estéticas…, mientras Keats erea despedido displicentemente con unas pocas líneas que todavía (¡a falta de otra bibliografía en español!) consultan nuestros estudiantes, no es insignificante que la pluma rioplatense de Miguel Cané enumerara a los tres grandes románticos en un orden que, si no quiere ser cualitativo, prueba al menos que la hegemonía tradicional estaba ya rota por su parte más debil. “Y luego de un salto sobre la Mancha –dice en Prosa Ligera- a Inglaterra y allí, arriba, alto, a la cumbre y al honor, Dickens, Elliot y entre los poetas Keats, Shelley, y el mismo Byron, los que tienen entrañas, sangre y vísceras…”

 

La intención que ha llevado a publicar este libro se ordena por esa ruta y al señala, virgen todavía, al fervor del hombre americano. Poesía de apasionada adherencia a los jugos de la tierra, a lo humano como aceptación indeclinable y urgente de su entera dimensión, lírica sin compromiso mediato pero inmediatamente comprometida por la existencia del hombre, y a ella volcada como explicación y canto, la obra de John Keats puede alentarnos por analogía a convivir más ahincadamente esta confrontación del morador y su ámbito –tanto tiempo demorada en nuestra América-, donde se abre el acceso a una realidad y a un destino finalmente propios.

 

Julio Cortázar

 

 

 

“Contra lo que imaginaba Shelley, la estimación de Keats por parte de hombres de imaginación y sensibilidad fue creciendo gradualmetne después de su muerte, hasta que alcanzó el lugar que ahora ocupa entre los poetas de su país. Por su parte, la fama de su amigo y panegirista fue también en ascenso, y ambos descansan ahora juntos, asociados en la historia de las cumbres de la imaginación humana; estrellas gemelas, que alientan al navegante mental sacudido por el áspero océano de la vida inmediata y arrastrado por las ráfagas de la calumnia y la falsedad, quien al recordar lo que aquéllos sobrellevaron no echa en olvido que también él es divino.

 

Tampoco ha dejado Keats de influir directamente en la literatura poética que le sucedió. Los más señalados, y acaso los más originales entre los poetas presentes, muestran más analogía con él que con cualquier otro escritor, y su hermandad ha sido claramente reconocida por un crítico que era también hombre de generosa fantasía y amplia percepción de lo cierto y lo hermoso y cuya vida fue recientemente truncada por un destino tan misterioso como el de nuestro poeta. Mr. Sterling escribió: “He estado releyendo hace poco el segundo volumen de Alfred Tennyson, con profunda admiración hacia su genio automáticamente lírico e idílico. Me parece que Keats –ese meteoro de ígnea hermosura-, existió un mayor poder épico; pero ambos son grandes y sinceros poetas. Cuando piensa uno en el reconocimiento que ambos han recibido, bien se puede dar gracias a Dios de que la poesía sea en sí misma, fuerza y jubilo, reciba ya la coronación de la humanidad entera o se la deje solitaria en su mágica ermita.

 

Y tal es en verdad la moral del cuento. En esa vida que se nos ha mostrado con tanta simplicidad como la de un niño, la acción de la facultad poética es harto visible; sostiene largamente con vigor y deleite, un temperamento por naturaleza melancólico, que bajo tan adversas circunstancias pudo bien degenerar en agrio descontento; imparte un sensato modo de ser y una valerosa esperanza a una constitución física condenada a temprana decadencia, y ciñe en efectos viriles y generosa pasión una naturaleza tan impresionable que los placeres sensuales y la ternura sentimentalista hubieran podido enervar y pervertir fácilmente. No hay defecto que el ejercicio de este poder no alcance a remediar, ni excelencia que no eleve y dilate.

 

Queda por advertir una lección aún más grave. Que ningún hombre, en algún sentido superior a sus semejantes, reclame el derecho a ser valorado o comprendido; las grandezas vulgares son alcanzadas y adoradas porque en realidad se encuentran en el mismo plano moral de quienes las admiran; mas aquel que merece la más alta reverencia debe convertir por sí mismo al adorador. La vida pura y elevada; el uso generoso y delicado de la rara facultad creadora; el soportar valientemente el olvido y el rídiculo, y el extraño y cruel final de tanto genio y de tanta virtud… Tales son las lecciones a las que deben adherir las simpatías de la humanidad, buscando educar sus facultades al nivel de semejante ser y a al comprensión de semejante inteligencia. Aunque fuesen pocos los amantes y los instruidos; aunque las recompensas de la fama resultarán magras y desproporcionadas; ninguna acumulación de conocimientos, ninguna serie de experiencias pueden enseñar el sentido del genio a aquellos que lo buscan en sumas y resultados, así como las miríadas que se acumulan en torno a la órbita de un planeta no pueden aproximar a la afinidad total más que una simple unidad. El mundo del pensamiento debe quedar separado del mundo de la acción, puesto que si alguna vez coincidieran el problema de la Vida estaría resuelto, y la esperanza –a la que llamamos cielo- habría de realizarse en la tierra. Y por eso los hombres

 

Son criados por la injusticia para la poesía:

aprenden sufriendo lo que enseñarán cantando.

 

Páginas 311, 312 y 313 de la obra citada.

 

 

¿Por qué tomarse la molestia de escribir o de actuar si uno va a quedar engullido por la nada? La respuesta es: porque quien escribe, actúa, crea o, en general, se interesa por las cosas –olvidándose de sí mismo-, no es uno sino lo absoluto que le posee a uno.

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