Caro diario (15)

– Mantengan a la filosofía fuera de la reflexión crítica sobre la actual situación pandémica -, he llegado a escuchar a algunas personas durante estos últimos meses.

– Son los científicos y es «la ciencia» quien debe gestionar este problema -, he llegado a escuchar a algún auto encumbrado que nunca en su vida ha leído o destilado algún paper científico o que jamás ha hecho investigación aplicada en algún laboratorio.

Es el momento de tener «sentido de estado» y apelar a la «responsabilidad ciudadana»-, escucho constantemente cada día en la calle, en la radio y en la tv, y leo repetidamente en la prensa digital y escrita.

Caro diario: lo cierto es que quienes claman exasperadamente por poner bozal a la filosofía son los mismos que se han olvidado de que la situación en la que nos encontramos es, sobre todo y ante todo, un profundo problema bio-ético: biológico, porque es esencial entender la estructura y naturaleza de este virus antes de tomar cualquier decisión política, y ético, porque toda decisión política es «in nuce» un problema ético que debe apelar a lo colectivo sobre lo individual.

Los mismos que claman por ese bozal a la filosofía, ni saben de lo que hablan cuando hablan de filosofía, ni saben de ciencia cuando apelan a la racionalidad científica, ni saben de política cuando apelan a la «razón de estado». Si fuese por ellos, los más de cincuenta millones de personas que habitan en el estado deberían callar y dejar-hacer dejar-hablar a esa excelsa minoría de científicos y políticos profesionales que tienen respuesta para todo y de cuyas orientaciones pragmáticas no puede dudarse.

Conocer la estructura y evolución de un virus es un problema científico, sí. Intentar curarlo es un problema bio-médico, sí. Sugerir soluciones de urgencia para evitar su propagación es un problema político, por supuesto. Pero cuando hayamos superado esta situación, me gustaría que esas personas que están clamando por poner bozal a la filosofía pregunten de nuevo a virólogos, epidemiólogos, políticos, sociólogos o economistas si en alguna ocasión no han tenido dilemas éticos durante el proceso, si en alguna ocasión no han tenido dudas con la veracidad de la información socializada, tanto sobre la naturaleza y estructura del virus como sobre los datos aportados por los poderes públicos, o si en alguna ocasión no han sentido impotencia intelectual ante la dificultad de llegar a entender con completitud a este virus.

Cuando científicos, políticos y ciudadanos rasos les respondan, quizás puedan empezar a hacerse intuitivamente una idea aproximada del qué, el para qué y el dónde de esa compleja actividad llamada filosofía, cayendo en la cuenta de que filosofar no es una esotérica actividad cavernaria reservada solamente a personas con sed espiritual en busca del sentido de la vida. En cualquier sujeto digno de serlo habitan análogamente la inquietud científica y el juicio político. Pero nuestra condición profundamente social, colectiva, en resumen, política, nos va a plantear siempre problemas cuya complejidad exige preguntas, respuestas y soluciones que jamás podrán formalizarse desde las estrictas fronteras disciplinares.

Y esto, sí, es pensar. Esto es filosofía. Filosofar es convertir en actividad mental y praxeológica la traditio filosófica heredada para reinterpretarla a la luz de los problemas reales del presente. No hace falta destruir esa tradición incluso si parece intelectual o éticamente aberrante a la mentalidad de nuestro tiempo. Nos apoyamos en esa tradición porque no podemos entender el presente en y desde el vacío. No podemos abandonarla por completo hasta que no la reinterpretamos a la luz de nuestra contemporaneidad, y aún así, abandonándola de modo autónomo, reflexivo y consciente, siempre aportará el preservar la memoria de los errores y atrocidades cometidas en su nombre. Se piensa para entender, para aprehender la complejidad de la humana conditio en su circunstancia histórica y tratar de aprender de lo aprehendido y de lo realizado. Hay mucho de necesidad vital y existencial en el pensar y hace mucho tiempo que filosofar ha dejado de ser una actividad apolítica consistente en postular, desde la soledad de un escritorio, una representación del mundo fijada y congelada para siempre en un documento académico.

Al hilo de todo esto, caro diario, hoy me han brotado espontáneamente de la memoria dos instantes cotidianos que pueden encarnar en lo concreto estas reflexiones -aparentemente- abstractas, para que no sospeches de que me aventuro a cogitar sin haber vivido previamente:

El primer instante, cuando en el departamento de comunicación del partido socialista de Galicia me reprocharon mi obsesión racionalista al preguntar con insistencia a mi equipo sobre el significado de los conceptos de un gráfico que iba a ser utilizado en un debate parlamentario de la Xunta. Al parecer, pretender el don de la claridad no sólo no estaba bien visto, sino que además molestaba.

El segundo instante, cuando una periodista muy cercana -demasiado, diría yo- al director del ya extinto periódico coruñés Xornal de Galicia me dejó caer que mi modo de escribir era demasiado poético para dedicarme al periodismo. Por lo visto, empatizar con situaciones existenciales y cotidianas frágiles era incompatible con la autoproclamada neutralidad informativa del gremio periodístico, que no es más que la hipoteca ideológica que los accionistas de un medio ponen a todos sus trabajadores para no ser despedidos.

Toda profesión, caro diario, tiene sus reglas no escritas. Cuanto más dinero reportan esas reglas más se tienen que poner en valor como si éstas fuesen una mercancia más. Estas reglas no escritas llevan implícitas la propia autoimagen que los profesionales del gremio tienen de sí mismos y también la que quieren proyectar ante los demás. Autoimagen que, evidentemente, en nada tiene que ver con la realidad. Agradezco enormemente al azar el haberme llevado hasta el inmenso lodazal de la política y el periodismo realmente existente: sin aquellas experiencias no habría podido concebir el logos, el pensamiento, la información y el conocimiento tal y como ahora los concibo: con perpetua sospecha filosófica, sobre el texto mismo, y con perpetua sospecha sociológica, sobre su modo de reproducción, reapropiación y reinterpretación interesada.

La razón es veneno para el marketing político. La sensibilidad es lo mismo para la autoproclamada neutralidad del estilo periodístico, que no es sino un modo subliminal y refinado de propaganda. El político profesional necesita provocar emociones fuertes para ganar adhesiones sólidas basadas en criterios arbitrarios. A veces necesita actuar como un periodista profesional cuando en la disputa política el dato es imprescindible para ganar esas adhesiones. El periodista profesional, por su parte, necesita sacrificar lo que sería una metodología científica propiamente dicha en aras de una mera función transmisiva de información previamente filtrada y controlada por una redacción ideológicamente fiscalizada por los accionistas. En ocasiones actúa exactamente igual que un político profesional cuando es necesario apelar a la mera víscera y a las emociones: las urgencias electorales de los accionistas mandan.

Hay que concebir a la política y al periodismo mainstream como formas recíprocas de violencia institucionalizada que entronizan a la neutralidad linguística y la ética al mismo tiempo que, hipócritamente, reproducen imaginarios profundamente racistas, clasistas, sexistas, xenófobos, islamófobos y un largo etcétera de cosificaciones. Cuando no se producen explícitamente se enmascaran con eufemismos o, directamente, se evita cualquier debate sobre los mismos.

Proyectar sospecha sociológica sobre el lenguaje, en las humanidades contemporáneas, es radicalmente necesario, caro diario, y una compleja negociación entre el azar y mi necesidad de inquirir sobre quello che c´è dietro le cose, me han llevado a estas pequeñas-grandes convicciones.

Ya ves que no son muchas, pero me ayudan bastante a orientarme en esta jungla.

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